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Elisa Díaz Castelo

Otras lenguas, otras cicatrices

La mamá de mi primer novio era sorda. En su casa, de una sola planta y techos bajos, imperaba un penetrante olor a aserrín porque tenían una rata de mascota. Yo tenía siete años, él tenía ocho. De la primera vez que me invitaron a comer, recuerdo el aire ligero de la estancia, al fondo los ruidos diminutos y prístinos del roedor, y a Christian y su madre hablando con las manos. Miraba con concentración absoluta su silencio, sabiendo que no lo era del todo, que en el fondo de esos gestos, tajantes y afilados como los de un carnicero, se realizaba el acto de magia perfectamente calibrado del lenguaje. Era como observar algo que sucede muy lejos. O escuchar una conversación a través de una pared y extraer solo la temperatura del mensaje, el tono; ni una palabra suelta ni una frase. Qué atinado, me digo ahora: entré al amor como quien se ve lanzado a una lengua extraña. Desde entonces habito en ese lugar como una extranjera y el otro siempre habla un idioma que resulta, en el fondo, ininteligible. Amar es, para mí, entregarse al aprendizaje de una lengua de la que nunca podremos ser hablantes.

Cuando Christian conversaba con su madre en lenguaje de señas me parecía francamente irresistible, o tan irresistible como alguien de ocho años le puede resultar a alguien de siete. Sin duda padezco una debilidad por lenguajes extraños —mientras más ajenos, mejor—, lo cual me convierte en exponente de una de las desviaciones sexuales más esnobs del planeta. La xenoglosofobia es el terror que sienten algunas personas ante un idioma extranjero, y yo la padezco. La xenoglosofobia es el terror que sienten algunas personas ante un idioma extranjero; yo padezco algo así como una xenoglosfilia, palabra que recién manufacturé pero que, como casi todo lo habido y por haber, existe ya en internet.


Mi fascinación por las lenguas desconocidas me llevó, de pequeña, a escuchar con detenimiento al viejo vecino alemán que cada quincena hablaba con su familia asomado de su ventana, a los gringos que se alojaban en el mismo hotel que nosotros en Ixtapan de la Sal o al maestro de francés de mi mamá, un hombre de rostro trágico y cabello largo, como salido directamente del siglo XIX. Mientras más alambicado y arisco fuera el lenguaje, colegía que más complejo y denso debía ser el significado.

Una vez coincidí con un grupo de mujeres rusas durante un paseo turístico en las grutas de Cacahuamilpa. Embebidas en su propia narrativa, las mujeres hablaban con intensidad, mirando solo de reojo y sin mayor interés las estalactitas que se proyectaban desde la oscuridad como la osamenta de un enorme animal prehistórico. Estábamos casi a oscuras; sus sílabas, fricativas y breves, se encendían como cerillos en la penumbra de la cueva. Yo y mis quince años las escuchábamos con azoro. ¿Qué podrán estar diciendo? Imaginaba grandes amores y despechos, o por lo menos alguna elucubración filosófica con un cariz cristiano ortodoxo al estilo de El gran inquisidor. Cuando terminó el paseo, mi admirado grupo se encontró con unos amigos que hablaban inglés y comenzaron, todos, a comunicarse en esa lengua. Estaban conversando sobre una tienda de perfumes de imitación en el centro histórico de la capital. Las miré de reojo, con hondo arrepentimiento, para notar cómo una de mis heroínas románticas se quitaba la sudadera y dejaba a la vista una camiseta con la palabra Bebe inscrita en cristales Swarovski.

Con el tiempo he dejado de idealizar a quienes hablan lenguas diferentes a la mía, pero persiste durante un instante dilatado ese espacio de silencio que mi ignorancia provoca. Se trata de un intersticio fértil que contiene, durante poco más de un parpadeo, todas las posibilidades de contenido simultáneas. Un jardín antes de que los senderos del significado lo bifurquen, de que cierto contenido semántico se fije y los otros desaparezcan para siempre.

Aún no conocía a Christian ni sabía que el silencio también puede tener sentido cuando me vi inmersa en otra lengua extraña: el inglés. Unos meses antes, me había mudado con mi familia a Tucsón, Arizona, sin conocer nada más que los rudimentos de ese idioma; es decir, me sabía de memoria las canciones de los Beatles sin tener la más remota idea de lo que significaban. Recién llegada, amaba la hora de lectura en voz alta en la escuela: sin moverme, escuchaba las palabras descosidas de su significado, suspendidas en el aire como insectos brillantes. Las paladeaba, quería aprehenderlas entre dos dedos para luego fijarlas con el alfiler de plata de la memoria.

Nada me queda de esa primera exposición al inglés; perdí su sonido cuando aprendí su significado. Ahora no puedo escuchar esa lengua como escucho otras que no conozco. Su significado hace interferencia. Y a veces pienso que estar más cerca de algo es conocerlo menos; que la distancia ofrece una intimidad rara vez reconocida. Me da tristeza no saber cómo suena en verdad mi lengua materna. Nunca podré tocar su esqueleto sonoro, solo adivinarlo bajo la piel de lo que significa. Escuchar un idioma totalmente extraño es una experiencia paradójicamente afín al silencio.


Mi primer acercamiento a una lengua extraña, sin embargo, fue íntimo y todo menos gozoso. Descubrí muy pequeña que mi cuerpo estaba en otro idioma, a veces ininterpretable. La primera palabra del cuerpo es el dolor. Durante mi temprana infancia, padecí un recurrente malestar en el estómago, de tal intensidad que ya me conocía al dedillo la sala de urgencias: la textura plástica y grumosa de las sillas azul oscuro, el olor a medicamento que impregnaba mi pijama de la Bella Durmiente y, suspendida sobre todo, la televisión, que iluminaba con su luz fría a los desamparados y hablaba sola. Yo cada mes estaba más delgada y pálida.

Recuerdo asistir a consulta con un médico infame al que mi mamá me había llevado tras uno de estos episodios. No sabíamos entonces que era infame. Después de auscultarme y mirar de reojo los estudios que llevábamos, se atrincheró tras su escritorio, suspiró y dio su veredicto: «La niña está fingiendo». Recuerdo mirar a mi mamá y preguntarle azorada: «¿Qué significa fingiendo?». No es que no conociera la palabra; más bien, me parecía incomprensible que alguien dudara de un dolor tan contundente como el que experimentaba. Antes, preferí imaginar que fingir no era lo que yo sabía que era, sino una elusiva enfermedad homónima. La forma en la que mi madre miró al médico tras mi pregunta, fúrica y vulnerada a la vez, lo dijo todo. Me di cuenta de golpe que aquello que me doblegaba, que me reducía hasta el punto de olvidar mi propio nombre, no existía para los otros. El mundo exterior era inmune a todo esto: no hablaba la misma lengua. Rosario Castellanos dijo alguna vez que «la ración de la esperanza es poca y el dolor no se puede compartir». Yo me di cuenta de esto muy pequeña, y el horror diáfano de esa epifanía ha mantenido durante años esa consulta médica en el ámbar de mis recuerdos. ¿Cómo era posible que la experiencia física más contundente y avasalladora que había experimentado no pudiera compartirse? Dice Elaine Scarry en su libro The Body in Pain: «Tener un gran dolor es tener certeza, escuchar que otra persona tiene dolor es tener duda».

Incluso Virginia Woolf notó las deficiencias del lenguaje en lo que respecta al malestar físico: «La lengua inglesa, que puede expresar los pensamientos de Hamlet y la tragedia de Lear, no tiene palabras para el escalofrío y el dolor de cabeza. [...] Cuando una simple colegiala se enamora, tiene a Shakespeare o a Keats para que hablen por ella; pero si un paciente intenta describirle al médico su dolor de cabeza, la lengua en seguida resulta insuficiente». El amor, el despecho, el duelo: para todo ello tenemos palabras, palabras y palabras; para el dolor físico solo tenemos silencio. Basta con el mínimo malestar fisiológico para que el lenguaje colapse sobre sí mismo como un castillo de cartas.

Mi propio cuerpo hablaba un lenguaje de señas, un idioma sin sonido, y yo debía actuar como su intérprete. Me pedían que describiera el dolor sin saber que para mí, también, era una lengua extraña. «¿Es punzante? ¿Es opaco? ¿Es sostenido?», preguntaban. Yo venía de vomitar toda la noche. Me pedían que lo graduara del uno al diez. Mi trenza despeinada, mis calcetines disparejos, mis palabras de polvo. Me empezó en la escuela y la maestra creyó que estaba actuando para no tomar el examen de matemáticas. No podía caminar hasta la puerta. Mis palabras eran dientes de leche demasiado pequeños, hechos para venirse abajo; caducifolios. Me pedían que señalara el sitio exacto: comenzaba en algún lugar difuso de mi abdomen y me recorría todo el torso y llegaba hasta la espalda. ¿Cómo decirles? Yo tenía cinco años. Yo tenía palabras de saliva y hueso. A duras penas sabía leer el reloj de manecillas en casa de mi abuela; no sabía interpretar la prestidigitación e incendio de esa herida invisible.

Esta experiencia inaugural, la más pura en su capacidad de raptarnos, de poner en pausa los quehaceres diarios de la identidad, la más animal porque manifiesta un instinto crudo de supervivencia, no puede decirse. Algo en ella la hace inmune a los más arduos intentos de traducción. Al respecto del vínculo entre dolor y silencio, Scarry dice: «El dolor físico no se resiste al lenguaje, sino que lo destruye activamente, ocasionando una reversión inmediata a un estado anterior al lenguaje, a los sonidos y gritos que hace un ser humano antes de aprenderlo». La autora atribuye esta característica del malestar físico a que el dolor no tiene contenido referencial. Casi todos los estados interiores tienen un correlato con el mundo exterior: uno no siente amor en abstracto, sino que ama a alguien; uno le tiene miedo a algo o alguien le cae mal. «Es precisamente porque no tiene objeto que, más que cualquier otro fenómeno, se resiste a ser objetificado en lenguaje», explica Scarry. Federico García Lorca diría: «No hay dolor en la voz. Solo existen los dientes, / pero dientes que callarán aislados por el raso negro. / No hay dolor en la voz. Aquí solo existe la Tierra».


El español tiene una característica que siempre me ha parecido fascinante: la proliferación virulenta, y en mi opinión a veces innecesaria, del reflexivo. El malestar físico, pienso ahora, es el reino del reflexivo, que se clava en el costado del sufriente como una ráfaga de balas de cobre: me duele, me duele, me duele. Es un reflexivo puesto en abismo que colapsa la cadena de significantes hasta volverse un quejido sin sombra semántica alguna: me duele, me, me, me; la reafirmación mísera de una identidad que ha colapsado.

El dolor signó mis primeros años: fue una falla tectónica que abrió entre yo y el mundo, para siempre, una fractura de silencio. Mi cuerpo se dolía y yo estaba sola en ese lugar —tanto que hasta quienes estaban ahí para curarme ni siquiera creían en su existencia.

En esa época, unos compañeros de la primaria me hablaron de un dios barbado que usa sandalias y tiene como álter ego a una paloma. En realidad, fue su otro avatar el que me capturó de inmediato: ese Cristo con poca ropa y un abdomen definido, cuyo suplicio era visible y se exhibía casi con orgullo en las efigies ensangrentadas que poblaban todos los templos. Su aflicción, a diferencia de la mía, estaba a flor de piel: descarnada y descarada, germinaba en forma de estigmas, de escaras, en sus manos, pies —y en su costado. No solo era tangible, también parecía ser ontológicamente indispensable: era parte esencial de su identidad. ¿Por qué motivo lo representan siempre así, doblegado y cubierto de sangre? El padecimiento lo volvía cierto a todo él, como sucedió aquella vez que regresó de entre los muertos y Tomás, con un escepticismo que rayaba en la concupiscencia, dijo: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, y meto mi dedo en el lugar de los clavos, y meto mi mano en su costado, no creeré». ¿Por qué no era suficiente tomar la mano de Jesús, escuchar su voz o darle una palmada en la espalda para cerciorarse de que había, de hecho, vuelto de entre los muertos? Como si el lugar donde lo rompieron fuera el único sitio que constatara que el resto de su cuerpo sí existía. Crecí pensando que el dolor era el único sitio cierto de mi cuerpo.

Arrobada por este Dios transido, les pedí a mis padres que me bautizaran para poder entrar a clases de catecismo y hacer la primera comunión. Recitaba una y otra vez mi parte favorita de la misa en la fila para tomar la hostia, o cuando no podía dormir, o cuando viajábamos en coche: «Señor, yo no soy digna de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para curarme». Este vínculo entre el lenguaje y la cura me remite, por un lado, a la piedra de toque de otro sistema de fe: la teoría psicoanalítica y su cura por el lenguaje; por el otro, me hace pensar en mi propia relación con la poesía: escribo porque busco esa palabra que baste para curarme, que detenga, que haga interpretable el malestar, porque compartirlo es a veces lo más cercano que existe a curarlo.

Después de años, conocimos a un médico que, para pensar, se recostaba en su silla, entrelazaba sus manos rechonchas sobre su enorme panza y echaba hacia atrás la cabeza, que se ocultaba detrás de la circunferencia perfecta de su vientre. Verlo pensar era como observar un eclipse. Él me hizo los estudios necesarios, me diagnosticó, y tras una cirugía dejé de experimentar el malestar y pude comer bien de nuevo y regresar a mi peso. Muchas personas, al ver la cicatriz que atraviesa la parte derecha de mi abdomen, me han preguntado si no me da pena mostrarla, si no me da vergüenza usar bikini. Una doctora, tras retirar la bata médica con la abertura adelante para hacerme un ultrasonido, exclamó con horror: «¡Pero qué cosa tan horrible te dejaron ahí! ¿Por qué te hicieron eso?». Yo amo esa marca. La cicatriz es mi flor de Coleridge. En el fragmento citado por Borges, el poeta inglés se pregunta: «Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano… ¿entonces, qué?». Lo que encontré no fue una flor, sino una cicatriz, porque lo que atravesé no fue un Paraíso, sino un Purgatorio hecho a la medida de mis primeros años. La marca es la comprobación objetiva, cuantificable, de que mi dolor sí existió, tuvo una causa y una solución. Le ha dado contenido referencial, en los términos de Scarry, a ese malestar. Lo volvió palabra, evento significante. El dolor era sonido sin sistematización, entropía pura; lo más cercano al silencio. La cicatriz es lenguaje. Quizá todo lenguaje es una cicatriz. Es el sitio donde el sonido cicatriza en significado, donde el silencio cicatriza en signo.

De niña creí notar una falla originaria en mi lenguaje materno: al no ser capaz de comunicar mi dolor, volteaba a ver los otros lenguajes que guardaban, en tanto no los entendía, la promesa de transmitir aquello que en mis primeros años no pudo decirse. Me equivocaba. Esa incapacidad no era un error de fábrica de mi lengua materna, sino el señalamiento de una falla de todo lenguaje. Encontré una solución en un cambio de tono, no de idioma: una forma alternativa de utilizar las palabras. En la poesía hallé una manera de salvar esa brecha de silencio que en mi infancia se instauró entre mi experiencia y el mundo. Ahí encontré esa palabra sanadora que la medicina y luego la fe me prometieron.


Imágenes: daguerrotipos carcomidos de Mathew Brady


Nota: este ensayo apareció publicado originalmente en 2021, en el libro Viajes al País del Silencio, editado por Gris Tormenta.


 

Elisa Díaz Castelo (Ciudad de México, 1986) es poeta y traductora. Ha escrito Principia, El reino de lo no lineal y Proyecto Manhattan, un texto híbrido que toma elementos de la dramaturgia para hablar sobre las mujeres vinculadas en la creación de la bomba atómica. Entre la experimentación poética y el cruce de idiomas, la voz de Díaz Castelo es una constante reflexión sobre las palabras y sus posibles significados.


 

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