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Johann Romero Ayala

¿Fue tu maestro?

Entre las luces amarillas y anaranjadas y el viento de los atardeceres, David Huerta daba sus clases de poesía los martes en el Anexo de Filosofía y Letras. También impartía cursos en la UACM y en la Casa del Poeta Ramón López Velarde. En cualquier espacio donde se diera la oportunidad de dialogar, conversar y hacernos partícipes de la escucha de la poesía, David estaba ahí. Recuerdo que en el primer día de clase nos entregó un juego de copias con poemas para leer. Comenzó con las “Coplas por la muerte de su padre”, de Jorge Manrique:


Recuerde el alma dormida

avive el seso y despierte,

contemplando

cómo se pasa la vida,

cómo se viene la muerte

tan callando […]


David comentó que las rimas son significativas, que forman un círculo de sentido: la vida dormida, la muerte despierta; contemplando, callando. ¿Lo ven? Nos hacía volver a ver los poemas, a mirar esos detalles que forman una columna de significados. Cada palabra se volvía a nombrar. El segundo poema fue la “Canción de jinete” de Federico García Lorca. Lo reproduzco completo; es maravilloso, era uno de los favoritos del maestro y, de alguna manera, realizar un retrato es muchas veces hablar de aquello que nos rodea:


Córdoba.

Lejana y sola.

Jaca negra, luna grande,

y aceitunas en mi alforja.

Aunque sepa los caminos

yo nunca llegaré a Córdoba.

Por el llano, por el viento,

jaca negra, luna roja.

La muerte me está mirando

desde las torres de Córdoba.

¡Ay qué camino tan largo!

¡Ay mi jaca valerosa!

¡Ay que la muerte me espera,

antes de llegar a Córdoba!

Córdoba.

Lejana y sola.


David nos preguntó: ¿Por qué creen que en el verso Córdoba está sola si con la línea que sigue forma un octosílabo?… Exacto –nos decía con una sonrisa–, la palabra no tiene compañía porque, al igual que la ciudad se encuentra lejos, vacía, sola. Ese paso de una línea a otra simboliza la soledad que sufren, a un mismo tiempo, el jinete y la ciudad: “Aunque sepa los caminos / yo nunca llegaré a Córdoba.”

Se hacía de noche y al salir de clase uno sentía haber descubierto algo sorprendente. Con David siempre había asombro: una nueva mirada. Y, además, David siempre te escuchaba, te ponía atención. Todo él era entrega y generosidad. Uno podía ser transparente porque él lo era. Le importaba mucho saber tu opinión de cada poema, tu lectura, te invita y motivaba a reflexionar. Como un barquero de las aguas de la poesía, te ayudaba a navegar.

El lunes 3, cuando me enteré de su fallecimiento, no pude sino llorar. Al salir del trabajo fui a su velorio; compré unas flores, me acerqué con timidez

pues no conocía a casi nadie, pero sentí que, con cada uno, David tenía una historia entrañable.

Me encontraba frente a él cuando una señora me preguntó: ¿Fue tu maestro? Ciertas palabras detonan las emociones y cuando dije que sí me solté a llorar y sólo pude abrazarla. “También fue mi maestro, en Casa de Lago –me dijo–; yo tenía catorce años, ahora tengo cincuenta y cuatro.”

Hoy, martes, regresé al velorio con Cinthya, mi amiga del alma. Juntos cursamos las clases de David, y recordamos con especial afecto las sesiones sobre Gorostiza. Yo llevaba un libro del maestro, La calle blanca, y pregunté: ¿Qué nos diría Huerta? Abrimos el libro al azar y era el siguiente poema:


Desde el sueño del agua las imágenes

del vaso que miraba Gorostiza

llegan hasta los nombres y las sílabas.

No del lenguaje, sí del mundo ávido,

son los órganos tenues del poema.

Él quiso nada más la claridad

de observar a través de la ventana

del poema los seres y las cosas.

El cosmos minucioso resonó

en el vaso febril de la conciencia

y levantó la pluma, abrió los ojos

y los cerró de nuevo. ¿Escribiría?

El poema llego. Él, resignado,

lo recibió en el vaso transparente

de su prosodia espléndida. Las frases

fueron tejiendo el alto cuerpo, el fúnebre

edificio de ideas y metáforas.

Gorostiza murió. De su poema

recogemos la pálida ceniza

que en los ojos lectores se transforma

en esplendor, en luz, en llamarada.


Cinthya y yo nos conmovimos, parecía que estábamos teniendo un diálogo invisible… y en realidad, así lo hicimos. Como en un verso del poema “Pequeñas palabras para el pequeño David”, de Efraín Huerta: “Estoy apenas comenzando a vivirte de lejos”. Ahora encontramos a David en los detalles, en los ecos de sus clases, en el cariño que perdura y sentimos su diálogo presente: su encuentro cercano.


Cuadrado negro, Robert Fludd

 

Johann Rodrigo Romero Ayala (1996), librero, ensayista y fotógrafo. Estudió Lengua y Literaturas Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y ha sido becario en el Instituto de Investigaciones Filológicas en el proyecto Historias de las Literaturas en México: siglos XVI-XVIII.


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