Escuchar a Bogotá es algo para lo que los oídos de León David Cobo se han entrenado desde que, siendo un niño en 1989, lo aterró el estallido de la bomba en el edificio del DAS. Me dice que todavía recuerda que escuchó primero el estruendo y luego le cayó encima la onda expansiva. Recuerda que en aquella época aprendió a determinar, en las noches, qué tan lejos estallaban las bombas. Eso ha cambiado y León David también. Se ha dedicado a registrar eventos y paisajes sonoros, una memoria que hoy se guarda gracias a la codificación y traducción de sonidos en bips.
Es ruidero, músico y antropomúsico, preocupado por la escucha, como dice, por los universos sonoros que nuestra mente es capaz, o no, de percibir. Es quien se encuentra detrás de la Audioteca De agua, viento y verdor, un proyecto extraordinario que recoge voces, cantos, identidades ignoradas, silenciadas y otras a punto de desaparecer de nuestra geografía.
Nos encontramos para la redacción de esta crónica de Bogotá Contada (1) en el mes de mayo de 2019. Recientemente nos hemos vuelto a encontrar para el diálogo que la acompaña, en el que intento indagar qué han significado para la escucha de León David los largos meses de confinamiento y la nueva normalidad.
Bogotá suena a muchas cosas, son muchos espacios: edificios, montañas, humedales, pitos de carro, niños y algunos silencios. Es muy diversa, son 20 localidades cada una con sus singularidades y distancias.
Esta localidad (el Centro Antonio Nariño), tiene muchos paisajes sonoros. Al final del año vienen las golondrinas. Aquí pasa el tren todos los días a las 5 de la mañana. Y se escuchan las campanas. Ahora estamos en la Feria Del Libro, todo es pitos de carro y motores, pero habitualmente es una zona muy residencial, tiene sus silencios, por ejemplo en la Universidad Nacional, debido a toda la zona verde.
También Bogotá está poblada de ausencias y León David ha grabado algunas. Escuchó y grabó el paisaje sonoro de los espacios en los que ocurrieron dos feminicidios emblemáticos, el primero es el de una mujer asesinada por su marido en un centro comercial.
El marido le dio 28 puñaladas. Fuimos al lugar donde había ocurrido esa muerte y grabé. Era un sonido perturbador. En la plazoleta se escuchaban los tenedores, los cuchillos, las cucharas, un aire acondicionado y la reverberación, que en aquel espacio no deja distinguir claramente los sonidos.
Mientras el hombre apuñalaba a la mujer nadie hizo nada. Nadie reaccionó frente a ese acto tan violento. Yo quería imaginar, ver ese momento con todos sus sonidos. En Bogotá el feminicidio ha crecido de manera exponencial en los últimos años.
León David buscaba dejar registrado no solo la ausencia de la mujer, también el miedo, la impotencia o tal vez la indiferencia, ese nadie hizo nada que todavía lo impresiona.
El otro ocurrió en el Parque Nacional, una zona de árboles por donde baja el río Arzobispo. Fui exactamente un año después de la muerte de Rosa Elvira Cely, que fue asesinada y empalada. Ella comenzó a llamar, a pedir ayuda desde las 4 de la mañana. El sitio es muy peligroso, tuve que ir con apoyo de la policía. Grabé el tiempo y el recorrido que ella estuvo pidiendo ayuda. Reconstruí su trayectoria.
Este era un paisaje de amanecer, con el riachuelo, los pájaros despertando, apacible, apartado. El centro comercial era agobiante, con varios ambientes sonoros simultáneos y todos muy contaminados. En ninguno de los dos casos la víctima fue socorrida, en uno porque nadie hizo nada y en el otro porque no había nadie, nadie respondió a su llamado.
"Nadie reconoce los espacios sonoros. El mundo visual lo acapara todo. Nadie piensa lo que Rosa Elvira Cely podía estar escuchando cuando agonizaba en ese territorio".
Le pregunto por qué grabar esas ausencias.
Porque nadie reconoce los espacios sonoros. El mundo visual lo acapara todo. Nadie piensa lo que Rosa Elvira Cely podía estar escuchando cuando agonizaba en ese territorio. Es una evocación, se trata de evocarlas, a ellas dos y a tantas otras, en ese momento y en su ausencia.
Para un proyecto llamado La Nevera ha indagado los imaginarios con los niños y las niñas, (a León David le importa marcar un lenguaje “inclusivo”) para lanzarse a escuchar con ellos la ciudad. Se preguntaba cómo la construyen, cómo la imaginan. Les pidió pensar en lugares que les resultaran representativos, simbólicos de Bogotá y allí grabaron paisajes sonoros: vendedores ambulantes, aleteos de palomas en las plazas y los monumentos… A veces viajaban a la deriva por edificios, calles, plazoletas. Cuenta que así aprendió a escuchar con los niños y las niñas, que comenzaron a contarle lo que escuchaban:
Los que vivían en el barrio Santa Fe escuchaban disparos en la noche, gritos y peleas. Otros que venían de localidades más rurales, hablaban de pájaros, de insectos…
Quise saber más acerca de ese aprendizaje, saber cómo aquel encuentro había educado su percepción.
Aprendí a escuchar de manera más prolongada. A escuchar las acciones. Yo estaba muy preocupado por escuchar armonías, alturas, ritmos… Los niños y las niñas tienen una capacidad de escucha muy profunda y a la vez muy imaginativa.
Un día estábamos escuchando búhos y pájaros y un niño me llamó para que fuera a escuchar, en un corredor, a un león que rugía. ¡Era una retroexcavadora! Ellos, con los sonidos, imaginan otros mundos. La escucha es una forma de arte.
Hoy en día Bogotá tiene nuevos universos sonoros. León David, que creció en el mundo del sonido analógico, cuenta que la escucha ha cambiado radicalmente.
Antes todo reposaba en la calidad de la reproducción del sonido, los altavoces eran muy importantes. Ahora resulta común ver a quince adolescentes en plena rumba con dos celulares que no emiten bajas frecuencias. El sonido de la ciudad ha cambiado. Hoy se escucha con altavoces cuyas frecuencias son muy limitadas o se escucha a través de audífonos y muy fuerte. Ese sonido de los audífonos es constante, es un ruido más con el que hay que contar. El cambio de los dispositivos es significativo y tiene consecuencias.
A León David le preocupa lo que llama la reducida escucha de los miléniales.
Pero Bogotá también suena a protestas. Me cuenta que ha grabado los paisajes sonoros de las marchas de los sindicalistas y de los estudiantes, que ha grabado ese espacio en el que la ciudad se llena de voces que logran callar ruidos.
Los cantos de las multitudes en los que las voces se confunden y son una sola fuerza.
Desde entonces han transcurrido varios meses en los que la pandemia generada por el SRAS-CoV-2, responsable de la COVID 19 ha generado confinamientos, desconfinamientos, nuevas normalidades y reconfinamientos, con tiempos apretados y tiempos sueltos que desbordan relojes y calendarios, con un recrudecimiento de desigualdades, inequidades y miserias. La ciudad de Bogotá sufre hoy, además de la crisis sanitaria, una nueva ola de represión brutal por parte de una policía que hiere, tortura y asesina impunemente a su población, sobre todos a los jóvenes. La ciudad se vuelve a llenar de alaridos, de estallidos, de voces silenciadas, de ausencias, pero también de voces que resisten y protestan.
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