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  • José Manuel Velasco

Veganismo y revolución

No fue por consejo de amigos o nutriólogos. Tampoco lo decidí después de ver alguno de esos documentales perturbadores en los que se muestra el horror y la crueldad de la industria cárnica. Nadie me habló de los beneficios de las dietas basadas en vegetales ni pertenecía a un círculo social en el que proliferaran los vegetarianos. Si un buen día dejé de comer carne fue gracias a que el propio cuerpo me fue indicando el camino.

Mi historia comenzó con un veredicto médico: a los veinticuatro años me diagnosticaron cáncer en la vejiga. El urólogo confesó que en su carrera profesional solamente había atendido a un veinteañero con dicha enfermedad. Yo era el segundo, y como tal, era su labor informarme con los datos duros: si bien el cáncer de vejiga (en estadios tempranos) tenía un buen pronóstico, su índice de reincidencia era muy alto, cerca del 80% después del primer año.

Además, había otro problema: el cuello de mi vejiga estaba inflamado, lo que explicaba mis ganas incontenibles de orinar y la cistitis crónica. Para solucionarlo, el doctor propuso una cirugía, pero enseguida argumentó que sería preferible esperar a que cumpliera los treinta, ya que la cirugía tendría secuelas irreversibles. En este punto procedió a exponer la llamada “eyaculación retrógrada” y abundó en detalles sobre el “orgasmo seco” y una colorida serie de prodigios urológicos.

Hacía ya rato que no lo escuchaba. Mientras intentaba reponerme del bombazo de la noticia solo conseguía ver cómo se nublaba el horizonte. A la primera pregunta, ¿por qué a mí?, los médicos solo podían ofrecer una retahíla de vaguedades: los genes, mis coqueteos con el tabaquismo y la mala suerte. Casi todos los médicos a los que consulté durante aquella época hicieron lo mismo: alzar los hombros, darme palmaditas en la espalda y recetar antidepresivos.

Así que traspuesto el shock inicié una búsqueda en los océanos del Internet.


Doctor Google


Mi voz era otra más entre millones de voces clamando por respuestas en los foros de Reddit y Yahoo!. Lo primero que percibí fue que los espacios virtuales eran también territorios de catarsis: miles de usuarios se quejaban de tal o cual medicamento o hacían recomendaciones terapéuticas de lo más estrafalarias.

El primer consejo que tomé vino de un supuesto naturópata quien aseguraba que las semillas de calabaza eran un efectivo desinflamante vesical. Corroboré esta información con otros usuarios y a los pocos días ya contaba con una buena cantidad de testimonios que también predicaban maravillas del arándano, el perejil, el apio y los tés de cola de caballo. Algunos internautas recomendaban seguir dietas basadas en vegetales o adscribirse a un régimen trofológico o ayurveda.

Me sorprendió que ni el urólogo ni los demás médicos tuvieran la más mínima noción sobre la información que yo recababa en Internet. ¿Cómo era posible que sus recomendaciones solo alcanzaran para recetar pastillas? Si era el mismo Hipócrates, el sabio griego ante quienes ellos hacían juramento, quien había escrito: “Que la comida sea tu alimento, y el alimento, tú medicina”. Más tarde no me extrañó descubrir que las currículas educativas de medicina reservan un tiempo mínimo a la nutrición.

Así fue cómo acabé en el consultorio de un médico ayurveda, quien además de ilustrarme sobre los doshas o fisiotipos humanos, me sugirió adecuar mi alimentación a la de un organismo vata-pitta. Reducir el consumo de carne, aumentar los vegetales y evitar —en lo posible— las harinas blancas y las azúcares refinadas. Por último, me recetó unas pastillas de serenoa repens (extracto de palma americana) y me pidió tomar tés de toronjil regularmente.

La mejora que no había logrado con el Detrusitol, el Tofranil y los ansiolíticos, la conseguí tras ajustar mi dieta y seguir las indicaciones ayurvédicas durante quince días. Aunque continué consumiendo carne algunos años, se había efectuado en mí un cambio significativo: comencé a observar la relación de los alimentos con la salud. Ya han pasado más de diez años desde aquel diagnóstico: no he tenido reincidencias tumorales y mis problemas urinarios prácticamente han desaparecido.


La encrucijada ética

Durante aquellos años estaba muy distraído esforzándome por ordenar mi vida y recuperar el entusiasmo. Los dilemas ético-alimentarios (planteados por filósofos contemporáneos como Peter Singer, y por pensadores de talla histórica como Plutarco, Herman Hesse o Lev Tolstói) me tenían sin cuidado.

A la distancia, el veganismo me parecía un fenómeno relativo a grupos de privilegio, a personalidades de Hollywood y a estudiantes de yoga. Me irritaba el dejo de superioridad moral con el que una compañera de trabajo predicaba las bondades veganas y mis opiniones al respecto obedecían a un prejuicio que englobaba a la totalidad de los vegetarianos como a un sector de moralistas y radicales.

No fue sino hasta años más tarde cuando me detuve ante el problema ético que señala la razón vegana: la consideración por el sufrimiento de los seres sintientes. La cruenta realidad de los mataderos y el maltrato sistémico de las granjas. Lo anterior, sumado a las evidencias ecológicas (la altísima contaminación ambiental que representa el mercado de la carne) y al análisis de los innumerables estudios científicos que demuestran la relación entre el consumo de carne y enfermedades crónicas como el cáncer y la hipertensión, me orillaron finalmente al vegetarianismo.

Provengo de una familia de antepasados españoles en la que una comida típica de domingo incluye jamón serrano, rodajas de chorizo, vino tinto, tapas untadas de paté, surtido de quesos y —como plato principal— filete de res, pollo o pescado. No pasó mucho tiempo antes de que alguien me asegurara que “los vegetarianos terminan fatal”, o que me advirtieran sobre los riesgos de una anemia. La actitud general era de sospecha y recelo, y no faltó una sesión de testimonios en las que alguien contó “la historia del primo del hermano de un amigo” que acabó delirante y desnutrido.

La cantaleta inquisitiva es siempre la misma y es de sobra conocida por la comunidad vegana: “¿De dónde obtienes tus proteínas?”, “¡Pero si los cultivos de soya también contaminan!”, “¿Y las plantas no sufren cuando las cortas?”, “¡Pero si la humanidad siempre ha sido cazadora!” y un largo etcétera en donde los interlocutores suelen mostrarse indignados cuando el otro decide no alimentarse de cadáveres.

A veces, a falta de argumentos o por puro nerviosismo ante las habituales y espontáneas juntas inquisitoriales, me protejo con falacias ad hóminem. Les concedo a los alegantes una posición de ventaja: está bien, les digo, quizá yo sea un ignorante y probablemente mi experiencia no signifique demasiado, pero habría que considerar la opinión de algunas figuras eminentes de la historia: Tolstói, Pitágoras, Leonardo Da Vinci, Thoreau, Newton, Einstein, Herman Hesse; o personajes como Gandhi, Paul McCartney, Vandana Shiva y el premio nobel J.M. Coetzee, todos ellos vegetarianos.

Es inútil.

Nadie se va a convencer leyendo artículos en Internet o en un diálogo de sobremesa. Solo al experimentarlo en uno mismo es posible dar cuenta de los beneficios y de las sensaciones que comporta una dieta vegetariana. Lo demás, como suele decirse coloquialmente, es baba de perico.


Vegetales y lucha social


De un tiempo acá mi refrigerador se ha llenado de pegatinas e imanes en los que se leen cosas como: Go Vegan!, ¡Vive Vegano!, Animals are Friends, not Food, etc. Me he convertido en ese tábano molesto que promueve el vegetarianismo porque intuyo que el cambio de nuestros hábitos de consumo alimentario es esencial para la construcción de sociedades fraternas y armónicas.

La historia de este movimiento es antigua y puede rastrearse en varias de las civilizaciones clásicas. Junto con la ética y la política, la dietética (la disciplina que estudia los modos adecuados de alimentación) fue una parte central de la formación del ciudadano en la Grecia clásica. Los Órficos y los Pitagóricos fueron vegetarianos, al igual que filósofos como Empédocles, Heráclito y —muy probablemente—Epicuro.

Los movimientos actuales de liberación animal tienen sus antecedentes inmediatos en el siglo XIX y XX, y estuvieron asociados a luchas tan diversas como las del punk, el jipismo y el movimiento obrero. Basta una búsqueda rápida en Internet para conocer la historia de agrupaciones y colectivos que han luchado para abolir la caza y el maltrato animal en granjas y galpones industriales.

Pero a todo esto, me parece que el problema central sigue siendo el problema del hambre. Recientemente, la Sociedad Internacional de Amigos de la Tierra y la Agencia de Protección Ambiental de los Estados Unidos ratificaron un dato que conocemos bien desde hace muchos años: un tercio de la comida que se produce en los países industrializados acaba en la basura. Los usos de la agricultura industrial (responsable en buena medida de producir alimentos para sostener los ritmos de explotación ganadera y del mercado de la carne) son parte de un ciclo que contamina y desperdicia.

Y así podría seguir durante varios párrafos: asegurarles que anualmente, solo en los Estados Unidos, se matan casi diez billones de animales para consumo humano. Podría enlistar cifras relativas a la contaminación del gas metano, hablar de los beneficios nutricionales del brócoli y las acelgas, copiar ligas a estudios científicos y hasta compartir recetas suculentas de ceviches de lenteja y garbanzo.

De nuevo: es inútil.

Tolstói lo escribió en 1892 en un texto en el que narra los horrores de un matadero en la provincia de Tula: “No somos avestruces, por lo tanto, no podemos sostener que no existen las cosas que no miramos cuando enterramos la cabeza”.

Y así es como acabo dándole la razón a mis detractores: me he convertido en otro de esos vegetarianos delirantes que anda gritando por las calles:

¡No somos avestruces!, ¡No somos avestruces!, ¡No somos avestruces!



Imágenes: Deborah Stevenson

 

José Manuel Velasco es bibliotecario y gestor cultural. Editó la antología de ensayo Viajes al país del silencio (Gris Tormenta) y ha colaborado en medios como Nexos, Tierra Adentro y la Ciudad de Frente.


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