Tras un largo intercambio de correos y una articulada labor de persuasión logramos citarnos con nuestro siguiente invitado. Magistrado, embajador, escritor y sacerdote del templo de Apolo, su agenda es una sucesión de viajes, charlas públicas, ceremonias y reuniones con políticos e intelectuales.
Autor de las Vidas Paralelas (un compendio de biografías de ciudadanos griegos y romanos), su trabajo es una exploración del comportamiento humano, una pregunta abierta sobre los límites de la moral y las costumbres.
Encontramos al maestro Plutarco sentado tranquilamente a la sombra de una morera. Viste de toga, alpargatas y turbante teñido de púrpura. Contempla en silencio el jardín que nos rodea; el viento mece las hojas de los helechos mientras pasan zumbando los abejorros.
Es un día luminoso y fresco, propicio para la charla.
El motivo que nos reúne en esta ocasión es la polémica que ha generado entre los lectores su breve tratado Acerca de comer carne, así que —esperando ahondar en la conversación—nos lanzamos directo al meollo del asunto:
Maestro, cuéntenos un poco más sobre los motivos que tuvieron tantas personalidades de la antigüedad para renunciar a la carne.
Me preguntas por qué razón Pitágoras se abstenía de comer carne, pero yo me pregunto, más bien, cuál era el sentimiento, el estado mental o anímico del hombre que por vez primera se acercó a la boca una carne asesinada, convirtiendo en alimento al animal que poco antes balaba, mugía, andaba y veía. Es al primero que comenzó con tales prácticas a quien debería preguntarse, no a los que se sumaron más tarde a ellas; quizá los primeros hombres comenzaron a comer carne empujados por el hambre y la necesidad, tal vez no fue por un apetito desordenado por lo que adoptaron este hábito, de modo que si ahora recuperaran la palabra podrían decirnos: ¡Oh, qué tiempos de abundancia viven!, ¡Qué cantidad de frutos les proporcionan los árboles y las plantas! ¡Viven rodeados de deleites sin necesidad de mancharse las manos!
¿Se refiere entonces a los tiempos anteriores al surgimiento de la agricultura?
Nada tiene de asombroso que comiéramos carne de animales, teniendo en cuenta que entonces se comía tanto el musgo como la corteza de los árboles. Era un hallazgo feliz encontrar algunas raíces verdes de brezo. Y si los hombres tropezaban con bellotas o castañas bailaban de alegría, invocando a la madre naturaleza, a la tierra que les daba la vida. No había en la vida de los hombres otra fiesta que ésa: el resto de la existencia humana no era más que dolor y tristeza. El hambre no nos abandonaba nunca, y no se esperaba cada año, como ahora, a la llegada de la estación de la siembra, pues nada había que sembrar. Pero ahora, ¿qué furor nos incita a cometer tanto crimen?, ¿Por qué dañamos a la tierra, como si ella no nos pidiera alimentar?
Hay quienes aseguran que el deseo de comer carne es parte de la propia naturaleza humana y que es propio de nuestra constitución, ¿qué les diría a estas personas?
En primer lugar, se puede demostrar, por la composición del cuerpo humano, que no guarda ninguna semejanza con la de aquellos animales que comen carne. No contamos con un pico ganchudo, ni garras afiladas, ni dientes puntiagudos, ni un estómago fuerte o humores tan ardientes para cocer y digerir la carne cruda. La naturaleza misma, con los dientes planos y unidos, la boca pequeña, la lengua suave y la debilidad de los humores digestivos, muestra por sí misma que es contraria a la costumbre de comer carne. Pero si te obstinas en que la naturaleza te ha destinado a comer carne, entonces mátala tú mismo sin usar cuchillo, maza o hacha, sino como hacen los lobos, los osos y los leones. Trata de matar a un buey o a un jabalí a dentelladas, desgarra a un conejo o a un cordero con tus manos y cómelos vivos. Pero incluso muerta y sin alma, no hay nadie que tenga el valor de comer la carne como está, así que la hace hervir, la cocina, la transforma con fuego y especies, disfrazando el horror del asesinato para que el sentido del gusto no rechace lo que le es extraño.
Actualmente se habla de los beneficios a la salud que aportan las dietas vegetales, ¿Se decía lo mismo en su tiempo?
"Rostro enjuto, alma sabia", decía Heráclito. Por otra parte, los toneles vacíos resuenan cuando se les golpea, pero no responden a los golpes cuando están llenos. Las vasijas de cobre que son firmes y pequeñas producen a su alrededor un sonido que se difunde, hasta que se las tapa y se acalla su boca con la mano. El ojo lleno de humedad se oscurece y disminuye en mucho su capacidad para ejercer su función. Cuando miramos al sol en un aire húmedo, y a través de la neblina, no lo vemos puro ni claro, sino completamente empañado y sumergido en el fondo de una nube; así, a través de un cuerpo perturbado, harto y cargado de alimentos y carnes extrañas, y que no le son naturales, es obligado que la luz y la claridad del alma se empañen, se enturbien y se deslumbren, al no tener ya luz ni fuerza suficientes para poder penetrar hasta contemplar los detalles de las cosas que son sutiles, menudas y difíciles de discernir.
¿Y habría otros argumentos -además de la salud y el bienestar físico- para abstenerse de la carne?
Si bien no está demostrado mediante la razón que las almas entran en cuerpos de toda especie en sus renacimientos, y que lo que es ahora razonable renazca otra vez brutal e irracional, lo que es ahora salvaje llegue a ser en otro nacimiento doméstico y domado, y que la naturaleza transmute así todo cuerpo, y desaloje y realoje a las almas una en la otra, revistiéndolas de una carne desconocida, ¿no son suficientes las razones que he dicho para alejar la intemperancia de quienes son partidarios de matar, hábito que aporta enfermedad, brutalidad y pesadez a los cuerpos, y corrompe el alma, que por naturaleza se entrega a contemplar las cosas elevadas?, ¡¿No es esto suficiente para que renunciemos a la costumbre de no preparar nunca una fiesta, o celebrar una boda o un banquete con nuestros amigos, sin cometer asesinato y derramar sangre?!
La charla sube de tono de un momento a otro. Sabíamos por diversas fuentes que el maestro era propenso a la exaltación y la severidad, de tal modo que decidimos conducir la charla hacia otros temas menos controversiales.
Después de un rato la conversación se detiene y ambos quedamos sumergidos en el silencio. Al fin, el rostro y las facciones del maestro se relajan. Sin casi advertirlo compartimos la dicha sencilla de la contemplación.
* Las respuestas de esta charla se obtuvieron de Acerca de comer carne, en la edición de Jose J. de Olañeta.
Te puede interesar:
Comments