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  • Alfonso Fierro

Notas para cuidar un jardín

Para Val


Cuando regresamos a Berkeley encontramos el jardín de atrás en ruinas. Parecía lote baldío. De las plantas que sembramos alguna vez quedaban el agave, las suculentas de la maceta circular y una espada moribunda. El Poseidón petrificado estaba botado en una esquina, los querubines yacían de cabeza. Desde entonces lo empecé a cuidar. De eso ha pasado ya casi un año.

Muchas de las plantas que viven en el jardín las rescatamos de la calle y la basura. Valeria me regaló el pequeño olivo de cumpleaños. Hemos ido a varios trueques de plantas que se organizan en el vecindario. Entre otras cosas, ahí recibimos las semillas de la capuchina de flores naranjas que ya es una planta adulta. De un paseo al río volvimos con un alga para el estanque, de una caminata con un musgo para que creciera encima del Poseidón. Otras plantas simplemente aparecieron, seres de temporada que llegaron solas y también encontraron su sitio. El inmobiliario responde a esta misma economía. Valeria es buena rescatando cosas, así que de las banquetas del barrio salieron macetas, soportes para las trepadoras, las dos sillitas de picnic y el espiral de madera. El “estanque” es en realidad un tazón azul para ensalada que alguien descartó. Algunas cosas sencillas como el compostero o el cerco del huerto las hice yo como pude. Los principios aquí son el regalo, el hallazgo, la improvisación y el re-uso.

El jardín exige forma. Los seres que habitan aquí se acomodan o reclaman un cambio. Así se va construyendo. Las suculentas se apropiaron de los querubines y otras macetas donde pega buen sol. Bajo su sombra, en la tierra, encontraron su lugar la fresa salvaje (un pasto nativo) y la salvia (que les gusta a los colibríes). A un costado, el agave y las espadas se doblaron para formar un techo, y en ese resguardo se acomodó el estanque. Un trébol salvaje apareció debajo como un tapete. A las mentas les sentó bien cuando las puse junto al bebedero de los pájaros, porque les gusta que el agua las salpique. De inmediato empezaron a crecer. El costado izquierdo del jardín lo reclamaron las plantas de temporada. El otro lado los helechos, un orégano, la ruda y una hiedra que crece de arriba y de abajo y ya tiene rodeado al Poseidón (a quien le hace un favor, por cierto, porque ahora sí parece una ruina perdida entre la maleza). En el centro reservé un rombo para el huerto, que ahora mismo es un arenero de plantas bebés. Así es el jardín en este punto. Cuando empecé, pensé que un día quedaría listo, que tomaría una foto del final y la subiría a las redes como producto terminado. Pero el jardín, en tanto espacio vivo, es un proceso abierto. Su modo es el imperfecto.

Un día, escarbando, di con un pedazo de la secoya que alguna vez ocupó todo el sitio. Yo sabía de la secoya porque la casera me había hablado de lo alta que era y porque en la tierra aparecían a cada rato pedacitos desmenuzados del viejo árbol. Esos pedacitos ahora nutren el suelo. Pero en esta ocasión pegué contra algo macizo, una parte del tronco o tal vez alguna raíz. Decidí desenterrar con las manos hasta que un cacho de madera agrietada quedara a la vista. Desde entonces, tiro todos los días un poco de agua, té o café enfrente para que se forme una poza pequeñita.

Me gustaría saber más, pero mi forma de cuidar el jardín es meramente intuitiva. Observo las plantas porque me gusta ver cómo sus ritmos varían, igual que sus formas, texturas y colores, sus maneras de crecer y de morir, de nacer, de desparramarse y absorber el sol, de echar raíces, dar fruto, entablar amistades con otros seres, meterse en problemas o descomponerse en la pila calientita de la composta. También me gusta descubrir de dónde vienen productos que, en el supermercado, siempre he visto ya limpios y empacados, sin ningún rastro de todo lo que necesitaron para crecer. Lo bueno de no saber nada es que cualquier cosa me sorprende. Como cuando los dos helechos renacieron de la muerte, desenrollando sus nuevas hojas como tapetes. O cuando el clima calentó un poco y llegaron los pastos y plantas salvajes de la temporada. También cuando la hiedra despertó, pese que los vecinos quisieran deshacerse de ella. Una mañana vi por primera vez que la fresa salvaje florecía. Otro día fue la salvia, que dio unas florecitas rojas y largas. Si uno observa bien, casi todos los días sucede algo nuevo en el jardín, por mínimo que sea.

Si las plantas me avisan que no están bien, intento cambiar algo: más agua, menos agua, más luz, menos luz, otro suelo… Así es como he ido aprendiendo, a base de consejos en Youtube y experimentos (muchas veces fallidos). Tal vez con el tiempo sepa más, pero por ahora se trata de jugar un poco y aprender de esa manera. La tierra es un espacio de juego. Cuando estoy aquí afuera, me acuerdo del jardín de mi abuela donde pasaba muchas horas de niño. Pienso mucho en ese lugar últimamente.

Al principio, durante los primeros meses, yo estaba pasando por un momento turbulento (trataba de acabar un doctorado en medio de la pandemia). Salir al jardín y trabajar aquí me obligaba a pararme del escritorio y utilizar las manos para algo que no fuera escribir. Conforme el terreno se recuperaba, conforme revivía, yo sentía cómo la reparación operaba sobre mí también. Todavía la siento. Para mí, esto vale más que cualquier lección de botánica o diseño o cultivo que haya encontrado en este lugar.

El jardín lo habitamos nosotros, las plantas, los hongos, una serie de objetos y los animales e insectos que viven aquí o visitan durante el día. Cuidar el jardín es ir descubriendo en conjunto, sobre la marcha, formas posibles de habitarlo.

En un par de meses yo me iré de Berkeley con el doctorado en mano, justo un año después de haber empezado a trabajar en el jardín. Valeria se quedará aquí unos meses más, pero antes del fin de año tendrá que mudarse también. La casera dice que quiere vender la propiedad, que el mercado está en su punto y que con ese dinero puede retirarse. Cuando nos vayamos, cuando saquemos nuestras cosas y entreguemos las llaves, el jardín se quedará donde está, a la espera de sus nuevas cuidadoras. Y con ellas empezará a vivir otra más de sus etapas.


Fotos: Alfonso Fierro



Alfonso Fierro es doctor en Letras Latinoamericanas y Teoría Crítica por la Universidad de California Berkeley. Su investigación gira en torno al utopismo urbano en la literatura y la arquitectura mexicana después de la revolución. Es colaborador habitual de la revista Arquine. Junto con Pedro Ceñal, es curador de la muestra Cartografías Ocultas: Circuitos del Arte Correo en México. Fue becario del programa Jóvenes Creadores del FONCA (2015-16).


 

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