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  • Mariana Oliver

Leer a las hormigas



Ante el fuego, ante el peligro

las hormigas se separaban en parejas,

y de a dos, bien juntas, bien pegaditas,

esperaban la muerte.


Eduardo Galeano



Después de la mudanza nos movíamos como extraños en nuestra nueva casa. Presas de la misma torpeza, el equilibrio benévolo entre frío y caliente en la regadera o la ubicación dactilar de los interruptores de luz se volvieron parte de un territorio ajeno a nosotros. Durante la noche cualquier sonido era suficiente para el sobresalto, las paredes y los cristales crujían y su estruendo hizo del sueño un respiro entrecortado que arrastrábamos durante la vigilia con los párpados hendidos.

Nos hicimos inmunes a la casa después de varios días, porque el ruido, como el asombro, existe sólo al principio, sólo hasta que la repetición lo disuelve. Entonces llegaron en un hilo negro que bordeaba las paredes y sus recodos. Un hilo espeso, pero grácil, que se delataba al acortar la distancia: hormigas del tamaño de un grano de arroz marchaban en línea acuosa, ciegas una tras otra, eslabones negros al compás de un señuelo invisible. Ni el alambre de cuchillas sobre la barda, ni las cerraduras que custodian cada puerta fueron suficientes para mantenernos a salvo de ellas. Sus cuerpos oscuros, tan minúsculos como infinitos, poblaron la fragilidad de la casa, colonizaron sus grietas, sus imperfecciones y todos los huecos que se hicieron visibles con su llegada.


La aparición de las hormigas se ha convertido en un ritual que se repite cada año. Durante el invierno las hormigas mineras que viven bajo mi casa se guardan de la luz y del frío en túneles subterráneos, pero cuando el piso se calienta, salen a buscar azúcar. Aparece la primera y sabemos que no hay marcha atrás: una hormiga nunca es una sola. En pocos días tendremos que dedicar una tarde entera a revisar todas las cajas y recipientes de la despensa, abrir cada frasco, cualquier botella donde pudieran congregarse. Sacamos lo que ha permanecido ahí por más tiempo del necesario: galletas de colores rancios, dulces de la Navidad pasada o algún jugo a medias que guardamos por accidente.

Sin importar cuán limpio esté, a mi madre le gusta decir que las hormigas vienen porque hay algo sucio que las atrae. Y aunque le hemos insistido en que el polvo es inocuo y que ninguna hormiga puede verlo u olerlo, ella insiste en que es la mugre, algo culposo y descompuesto lo que las hace venir. Tal vez las hormigas son el mejor pretexto para recomponernos, para sacar el polvo y lo que se pudre en los rincones de mi casa.


Las hormigas no caminan, fluyen, por eso es imposible detenerlas, son insectos que lo invaden todo. Hemos intentado con cada remedio conocido para deshacernos de ellas: rociamos el piso y las paredes de vinagre, sal, canela, amoniaco, café, pimienta, insecticidas de todas las marcas y colores. Una vez, de manera casi supersticiosa, amurallamos la casa con trazos de gis que enmarcaban su silueta y repasamos los bordes de las ventanas. Si bien, las líneas blancas más que liberarnos nos encerraban, nos pensamos a salvo del goteo negro que emanaba de cualquier lugar. Todo fue inútil. Sólo conseguimos que las rastreras se regodearan en nuestra desesperación, su esqueleto crujiente se robusteció con cada intento de exiliarlas.

Un día regresé a casa emocionada por un hallazgo. Me habían contado de otro veneno infalible para combatir ejércitos de hormigas, una pasta dulzona, ambrosía azucarada que las obreras trasportarían a sus colonias, confiadas de llevar su cuota diaria de alimento. Que darían el azúcar a las pequeñas, a las reinas, a los machos. Que la unión milenaria que las distingue de otros insectos sería la clave para deshacernos al fin de ellas. Un caballo de Troya en lo más recóndito del laberinto. Contrario a mis expectativas, en casa todos dijeron que no, que eso era una crueldad.

En medio del golfo Sarónico flota una isla que tiene forma de triángulo. Se llama Egina, como la ninfa que Zeus secuestró tras de mirarla durante largo tiempo. Del rapto nació Éaco, otro bastardo del dios. Al saberse traicionada de nuevo, Hera soltó una plaga en la isla, venganza espesa en forma de nube que se extendió matando todo a su paso, mujeres, hombres, animales. Sólo Egina y el pequeño Éaco sobrevivieron.

El joven, sin hombres a quienes gobernar, pidió a su padre que poblara de nuevo la isla donde había nacido. Así, el dios convirtió a las hormigas obreras que salieron de un roble en seres humanos que después se llamaron mirmidones y formaron el ejército más fuerte de la antigüedad, guerreros hormiga que usaban armadura y escudos negros para distinguirse. El rey Éaco fue padre de Peleo, quien a su vez fue padre de Aquiles, el mirmidón más glorioso de Troya.

Las hormigas, ejército de mirmidones desde la antigüedad, son insectos de temer, aunque produzcan algo distinto al miedo o al asco. Su tamaño y aparente fragilidad engañan a la vista, pero el cuerpo reacciona y esconde sus extremidades, el camino de entrada hacia su territorio. Los médicos llaman parestesia a la sensación de hormigueo, al efecto de un puñado de hormigas imaginarias caminando sobre la piel, moviendo sus antenas angulosas y los muchos pares de patas en un sitio localizado. Su andar en el cuerpo no produce dolor, es un malestar distinto que no cede, una falla del sistema nervioso.


Antes de ser terrestres y gregarias como los seres humanos, las hormigas fueron avispas solitarias que volaban para encontrar comida. Sus hijas, infértiles la mayoría, se quedaban en los nidos encargadas de cavar en la tierra y hacerse de un lugar para cuidar de sus hermanas. Ahí, en la oscuridad, prescindieron de ojos, pigmentos y un día también renunciaron a las alas. Dejaron de ser insectos anacoretas para vivir en comunidad y depender enteramente una de otra, amarradas por igual, hermanas todas en una asfixia que las ha hecho sobrevivir por siglos.

Con el tiempo, las alas se volvieron un símbolo de jerarquía, sólo las reinas las poseen y las despliegan cuando llega la hora de reproducirse. Salen del hormiguero buscando machos que invariablemente mueren después de fecundarlas. Las reinas almacenan el esperma en su cuerpo y vuelan hasta encontrar el suelo propicio para guardar sus huevos. Para resistir la nostalgia del vuelo o la tentación de la huida, se comen sus alas y fundan otra colonia, otro hormiguero, que celoso de su cuerpo como iceberg, busca el centro de la tierra en recuerdo de la altura.


La aparición de las hormigas puede detonar en trances lunáticos: mi hermana y yo las espiábamos. Ella descubrió cada uno de los huecos por los que salían con sus víveres robados, los recovecos que hacían de escondite o túnel para entrar a la casa. Creo que comenzaron a gustarle cuando acataron el camino bicolor que les marcó con obstáculos, pequeñas vallas hechas con granos de sal y pimienta, hizo de su ruta un zigzag y luego un espiral que las obligaba a reencontrarse. A veces mi hermana hablaba de ellas como si las conociera, como si fuesen algo más que la colonia de intrusas que infestan los cimientos de nuestra casa.

Con los años hemos tenido que negociar con ellas. Entran en silencio mientras dormimos y se van sin dejar rastro. A cambio, nos quejamos de su presencia con las visitas y dejamos trampas inofensivas para no levantar sospechas: chapotean en el insecticida y rodean los granos de café antes de seguir adelante. Les dejamos migas de pan y montoncitos de azúcar con tal de que no se acerquen al cereal y se escondan durante el día, pero sabemos que una rebelión es posible. Quizá un día no quedará más que someternos a la sal del atún en lata.


Tal vez las hormigas, ancladas a las grietas y los rincones, con sus cuerpos oscuros del tamaño de un grano de arroz sostienen mi casa. Espero que en todos los lugares donde viva haya un hormiguero profundo pegado a los cimientos.


 

Mariana Oliver es germanista, escritora y maestra en Literatura Comparada por la UNAM. En 2016 ganó el Premio Nacional de Ensayo Joven José Vasconcelos con el libro Aves migratorias.



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