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  • Adolfo Córdova

Érase un jardín

Adolfo Córdova



Érase una vez un amplio jardín.


Algunos dicen que niñas y niños entraron sin pedir permiso. No había cercas ni puertas secretas. Simplemente entraron, como lo hacían las liebres o los picaflores. Otros dicen que fue una invitación, que alguien había levantado un muro de piedra y forjado una enorme reja de hierro para que por allí pasaran, como lo hacían los cortejos de reyes y reinas.


Hoy sabemos que ocurrieron ambas cosas. Ya habíamos dicho que el jardín era amplio. Sería mejor decir que era grandísimo, tanto, que los cazadores lo confundían con bosque. Pero había sido sembrado y cuidado a lo largo de siglos. Los niños y niñas que habían entrado por un lado y por otro se encontraron justo en el centro, alrededor de una fuente. Y mientras se bañaban, trepaban o buscaban pelotas de oro, unos contaron que habían visto estatuas cubiertas de hiedra y laberintos de setos sin podar plagados de lobos, y otros que habían tocado rosas brillantes y superficies de estanques cristalinos que reflejaban mundos perfectos. Y unos quisieron ir con otros a explorar lo desconocido a izquierda y derecha y, cuando al fin salieron del jardín, fueron a contar lo que habían visto, y ya nunca volvieron a entrar por los mismos sitios.



Páginas del Panchatantra, escrito en sánscrito. Es una de las primeras colecciones de cuentos y fábulas que existen.

Si la infancia es el paraíso-jardín de la vida, como han idealizado numerosos artistas y filósofos, quizá podamos pensar en la literatura escrita para esa infancia como una forma de organizar el jardín. Y hubo literaturas, espesuras, no pensadas para ellos, que los convocaron, y otras bien podadas que no siempre fueron de su interés, y al cabo de años de conversaciones, surgieron jardinerías híbridas.


He aquí una breve excursión.


Érase una vez un jardín de cuentos de hadas…


…no destinado para niños y niñas al que, sin embargo, se adentraron con profundo deseo. En una de las narraciones incluidas en Las noches agradables (1550-1553) de Giovan Francesco Straparola, considerada la más antigua colección de cuentos de hadas en Europa, una marquesa se queda dormida en su jardín personal, a la sombra de un cedro, cuando una culebrilla entra, “por debajo de sus reales faldas, sin ser sentida”, hasta su vientre. Tiempo después, la marquesa, que no podía concebir, da a luz a una niña “con una culebra que tres vueltas le daba a la garganta”. Ante el asombro de los convidados, la pequeña culebra se desenrosca enseguida y se desliza de nuevo hasta su jardín. En su lugar, un delicado collar de oro queda encarnado en el cuello de la infanta.


“Blancabella”, la nombran, y ya tiene diez años cuando descubre, desde un secreto mirador, el hermoso jardín privado de su madre, “de frescas yerbas y olorosas flores esmaltado”. Ruega a su ama que hasta allá la conduzca, y ella cede. Pronto el ama se queda dormida al pie de un sauce. Blancabella aprovecha y recorre el jardín, sola y risueña. Luego de un rato de recoger flores se sienta a descansar bajo la sombra de un laurel, y entonces se le aparece la culebrilla. A punto del grito, Blancabella escucha: “Calla. No temas que yo soy tu hermana y en un punto nacimos de un vientre. Yo me llamo Sanmaritaña, y si tú eres obediente a lo que te mandare, serás la más bienaventurada y dichosa que haya nacido en el mundo, y si lo contrario haces vivirás la más desdichada y sin ventura que hoy se halle”. Y la recia culebrilla cumple ambas.


Es fácil imaginar la predilección que una historia así despertó en niños y niñas, aún no considerados dignos de importancia, tanta, que Blancabella, con su cuidadora dormida a las espaldas, recuerda a Alicia deambulando, sin vigilancia, por otro jardín tras el conejo blanco. Igual que hoy resulta evidente que los naufragios del capitán Gulliver, tampoco escritos para divertir niños y niñas, les ofrecerían, al fin, una perspectiva de gigantes al mirar Liliput:

“La tierra que me rodeaba parecía toda ella un jardín, y los campos, cercados, que tenían por regla general cuarenta pies en cuadro cada uno, se asemejaban a otros tantos macizos de flores”.


El jardín secreto de Ben Weatherstaff.

En la genealogía de Las noches agradables de Straparola habría que contar los jardines en el Panchatantra, las fábulas de Esopo y de Fedro, Las mil y una noches, el Decamerón de Boccaccio y el Heptamerón de Margarita de Angulema, y en su descendencia: El cuento de los cuentos de Basile, los Cuentos de Mamá Ganso de Charles Perrault, las Fábulas de La Fontaine, El almacén de los niños de Jeanne-Marie Leprince de Beaumont y los Cuentos de la infancia y el hogar de los Hermanos Grimm…


Aunque muchas de estas publicaciones forman parte del canon literario infantil, sólo los jardines de una de ellas fueron originalmente concebidos para esos lectores.



Érase un primer jardín…


…sembrado especialmente para niños y niñas.


Tal vez deberíamos recordar a Jeanne-Marie Leprince de Beaumont como la verdadera madre de la literatura infantil. A pesar de que en El almacén de los niños (1757) también se incluyeran lecciones escolares que nadie recuerda, sobrevivió un cuento por encima de otros, uno en cuyo centro florece una rosaleda.


El jardín de La Bella y La Bestia.

Lo que desata el conflicto en “La Bella y La Bestia”, es que el padre de La Bella, antes de abandonar el castillo de La Bestia, donde ha sido hospedado una noche, corta una rosa blanca para su hija. Es lo único que ella le pide como recuerdo de su viaje y es lo que enfurece a su anfitrión. Cuando el aterrorizado padre explica que la rosa es para su hija, La Bestia ofrece perdonarle la vida si una de sus hijas acepta quedarse con él.


Será en el jardín, junto a un estanque, en donde más adelante La Bella encuentre a La Bestia, de quien ya se ha enamorado y quien agoniza ante la perspectiva de no verla nunca más. Allí, en el jardín, La Bella le declara su amor, y allí se rompe el hechizo que lo había transfigurado.


Por una flor-estrella, otra hija, un siglo y medio adelante en la historia de la infancia, desobedece a su padre el rey. “Las princesas primorosas / se parecen mucho a ti: / cortan lirios, cortan rosas, / cortan astros. Son así”. A “los parques del Señor” llega la princesa y en su jardín de estrellas corta una “flor de luz”. A Margarita Debayle (1908) fue escrito para complacer a una niña de ocho años, que una tarde en la Isla del Cardón, Nicaragua, pidió a Rubén Darío un cuento en verso.

Margarita, Ilustración de Monika Doppert.

Un Jardín de versos para niños se ha instalado en el repertorio británico de arrumacos familiares. Lo sembró Robert Louis Stevenson en 1885 para que niños y niñas cultivaran mundos propios. En un poema, “El compañero de juegos invisible”, crea un personaje que aparece “siempre que hay un niño solo y está jugando feliz”. Nadie lo ha visto nunca, pero Stevenson es insistente, le dice a la niña o niño lector que ese personaje está acompañándolo cada vez que juega en solitario. Lo que se lee en el revés de estos versos es una invitación a cultivar el jardín interior y secreto, un respeto por sus ensoñaciones particulares, por ese mundo personal que sólo pertenece a ellos y ellas y que nadie más puede ver. Una defensa que podríamos identificar como tendencia de la literatura infantil y juvenil actual. En otro poema, “El jardinero”, en una sección titulada justamente, “Días de jardín”, un niño reclama que no quieran jugar con él: “A nuestro jardinero no le gusta la charla, / no me deja salirme del sendero de grava; / y cuando necesita sacar las herramientas, / echa llave a la puerta y cierra la caseta”.


Contrasta con “El jardinero” de otra cómplice mayor de las infancias, María Elena Walsh: “Mírenme, soy feliz / entre las hojas que cantan / cuando atraviesa el jardín / el viento en monopatín”, pero se parece a Ben Weatherstaff, el jardinero parco e inglés que, no obstante, tiene como amigo a un gracioso petirrojo.



Érase una vez un jardín propio…


“…un mundo que le pertenecía solamente a ella”. Mary Lennox nunca fue amada por sus padres y cuando ellos mueren por una epidemia de cólera en la India, es enviada a la mansión de su tío en donde existe un jardín secreto. Guiada por el petirrojo del jardinero, Ben, encontrará primero la llave y luego una puerta que le ofrecerá la posibilidad de algo más que su realidad. Aquí, una niña, cuyas emociones pueden resultar cercanas al lector, accederá a un jardín como se accede a la ficción y transformará su vida y la de su primo.

"El jardín encantado", de Italo Calvino, ilustrado por Teresa Herrador.

Una puerta misteriosa que conduce a un jardín aún más misterioso, siempre distinto, inventó también H. G. Wells en “La puerta en el muro”, y otros que igual inquietan a sus visitantes son “El jardín de Abdul Gasazi” de Chris Van Allsburg o “El jardín encantado” de Italo Calvino. En este, Giovannino y Serenella juegan bajo “bóvedas estrechas y altísimas de curvas hojas de eucaliptos y retazos de cielo”, y se preguntan si el lugar estará abandonado, como el de Mary Lennox, pero de pronto aparecen unos mozos que les sirven un festín de té, leche y bizcochos, y, más tarde, se asoman al interior de una casa de cristal, en lo más alto del jardín, donde ven a un niño pálido y triste hojear un libro.


Como Colin Craven, el primo de Mary. Colin, Mary y un niño más, Dickon, habitarán ese jardín secreto y sin padres, “un lugar selvático de oro otoñal y morado, de azul violáceo y escarlata de fuego”, con haces de azucenas y rosas apiñadas unas con otras, “un templo de follaje dorado”, que tendrá mayor transcendencia para Mary así: un jardín compartido.


La novela de Frances Hodgson Burnett fue publicada como libro en 1911. La fecha trae a la mente otro clásico infantil: Peter Pan y Wendy y el cuento previo de 1906: “Peter Pan en los jardines de Kesington”, donde conocemos las costumbres de las hadas y la historia de un bebé que se queda a vivir con ellas. James M. Barrie paseaba por aquellos jardines cuando conoció y entabló amistad con los hermanos Llewelyn Davies, quienes inspirarían al legendario personaje del niño que no quería crecer: en el jardín eterno.



Y érase otra vez un jardín de cuentos…


…al que niños y niñas sí fueron invitados. Cierro la expedición, como empezamos, con cuentos de hadas. Imposible olvidar los muchos jardines de Andersen. Los describió rebosantes de jacintos y claveles, tulipanes y lirios rojos, alelíes y violetas azules, en aquel baile nocturno, al interior de un invernadero de cristal, en el que una niña observa un prodigioso baile floral que también es desfile y concierto.


Antes de subir a la superficie tras su deseo y empezar una nueva vida con un par de piernas, La Sirenita nada en silencio al gran vergel marino del palacio. Mientras todos duermen, corta una flor de cada uno de los arriates de sus hermanas. Es, de hecho, en su porción de jardín en donde veremos por primera vez a La Sirenita:


“Cada una de las princesas tenía en el jardín un pedazo de terreno que podía cultivar según su gusto. Una le dio forma de una ballena; otra la de una sirena; pero la más pequeña hizo el suyo circular como el sol, y lo plantó con flores rojas como él. Era una niña extraña, silenciosa y reflexiva. Cuando sus hermanas jugaban con diferentes objetos procedentes de los buques náufragos, ella se divertía adornando una bonita estatua de mármol blanco que representaba un precioso niño, colocada bajo un magnífico sauce llorón color de rosa que la cubría con una sombra violácea…”.

Ilustración de La Sirenita de Harry Clarke (1920).

Es porque tiene un pedacito de jardín propio, dentro de ese jardín compartido con sus hermanas, que el deseo de La Sirenita tiene espacio para aflorar y ella empieza a imaginarse en otros jardines posibles.



Y es porque conocimos esas fértiles tierras que luego nos impacta más el jardín pantanoso de La Bruja del Mar, donde brotan serpientes. Esos suelos sombríos se extienden hasta el cuento “Historia de una madre”, donde una mujer consigue llegar al jardín de La Muerte buscando a su hijo. Allí están sembradas como plantas todas las vidas humanas. La Muerte es “el jardinero de Dios”. Le explica a la mujer: “Tomo todos sus árboles y flores y los trasplanto al jardín del Paraíso, en la tierra desconocida; y tú no sabes cómo es y lo que en el jardín ocurre, ni yo puedo decírtelo”. La madre amenaza con arrancar todas las flores que pueda si no le devuelve a su hijo, pero La Muerte le advierte que, si lo hace, podría dejar a otras madres sin hijos. Así, la mujer acepta que La Muerte trasplante al jardín del paraíso a su hijo. Releer a Andersen es recordar su revolución.

Ilustración de "Una idea toda azul", de Marina Colasanti.

Finalmente, en continuidad con Andersen, otra narradora contemporánea que representa el cruce entre un jardín salvaje, para algunos “no apto” para niños y niñas, y un laberinto bien recortado y fascinante, pensado especialmente para que ellos y ellas se pierdan jugando ahí. Con sus cuentos de hadas, Marina Colasanti renueva el interés en el género y amplía la floresta narrada de infancias más libres.


Desde su primer libro Una idea toda azul, publicado en Brasil en 1978, hay un cuento que bien podría resumir esta historia que he intentado contar, la de escritores y escritoras deseosos de encontrarse en el jardín con niños y niñas, pero también de permitirles cultivar, como en La Sirenita, un jardinera amada y propia.


Así empieza:

“Comenzó con hilo verde. No sabía qué bordar, pero tenía la certeza del verde, verde brillante. Hierba. Eso fue lo que apareció después de las primeras puntadas. Una hierba alta, con las puntas dobladas como si mirara alguna cosa.
“‘Mira las flores’, pensó ella, y escogió una madeja roja.
“Así, poco a poco, sin modelo, un jardín fue apareciendo en el bastidor. Obedecía a sus manos, obedecía a su deseo, y surgía como si en el rocío de la noche se diera la germinación.
“Todas las mañanas la niña corría al bastidor, miraba, sonreía, y añadía un pájaro más, una abeja, un grillo escondido detrás de un tallo.
“El sol brillaba en el bordado de la niña.
“Y era tan lindo el jardín, que ella comenzó a quererlo más que a cualquier otra cosa…”.

Y así terminamos este paseo por jardines, libros y afectos.


 

Adolfo Córdova es periodista, escritor, investigador y mediador de lectura. Máster en Libros y Literatura Infantil y Juvenil por la Universidad Autónoma de Barcelona y Premio Nacional Bellas Artes de Cuento Infantil Juan de la Cabada 2015. Tiene un blog especializado en literatura infantil y juvenil: www.linternasybosques.com





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