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Graciela Servín

Elogio de las bugambilias



Mi papá suele decir que las bugambilias son plantas fáciles. Cuando se le presenta una oportunidad aconseja a sus amigos y parientes sembrar bugambilias antes que cualquier otra cosa. Como el clima del semidesierto no es propicio al hibisco, a la bromelia ni a la pasionaria, sugiere colorear los jardines del bajío con bugambilias.

Y él también repite la palabra bugambilia cada que puede. Se llena la boca con la frescura y la sonoridad del vocablo, que por sí solo ilumina a quien lo pronuncia. Enseguida argumenta que estas plantas (en realidad arbustos o árboles pequeños) son una especie estoica. Alega que soportan la canícula más feroz, que no requieren demasiada agua y que difícilmente mueren a causa de plagas.

Contra todo pronóstico las bugambilias siguen floreando en diversos tonos de rojo, violeta, blanco, amarillo y rosado. Trepan los muros, estallan en las macetas y desbordan su colorido por encima de las azoteas. Hay techumbres de buganbilia (como la del Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca) que protegen del viento y del sol, y también se prepara un té de bugambilia, que es bueno para el asma y la tos.

Mi comadre María asegura que la bugambilia ayuda a respirar mejor. Ya sea preparada en infusión o contemplada en un jardín, siempre produce un efecto dilatador: ensancha los pulmones, abre los bronquios y despeja la mente. Quien vive entre ellas se contagia a menudo de su alegría y cualquier mesa agradece un florero con sus colores. Y si es originaria de Brasil, será porque germinó entre el carnaval, la samba y la caipiriña.

Sin embargo, no todos son adeptos de esta planta. Sus detractores la tildan de rústica y dominante. Mi amigo Gabriel, por ejemplo, mantiene una guerra permanente contra sus tres bugambilias: la primera —dice agraviado— intentó asfixiar a su limonero; la segunda le llena el piso de hoja seca; y la tercera ha crecido desmedidamente a la entrada del jardín, bloqueando el paso y pinchando a quien cruza cerca de ella.

Otros más sostienen que es una especie engañosa, porque sus tres flores blancuzcas (diminutas y disimuladas) se ocultan entre hojas coloreadas llamadas brácteas. Solo así consigue la artera bugambilia atraer a los insectos polinizadores y perpetuarse. Además, la muy tramposa cambia de nombre: algunas veces es buganvilia (jamás se decide entre la v y la b), otras se llama azalea y en ciertas ciudades camelina. Presume de reina y señorea cuando, en realidad, es un arbusto leñoso y vulgar.

La bugambilia lleva ese nombre en honor al francés Louis Antoine de Bouganville, quien en el siglo XVIII circunnavegó el globo. En ese mismo viaje, el botánico Philibert Commerson encontró la planta en Brasil, la bautizó en honor a su capitán y decidió llevarla como regalo a Josefina de Beauharnais, la primera esposa de Napoleón. En años posteriores el nombre de la planta se popularizó y se diseminó en América Latina, mientras que al capitán Bouganville se lo tragó la historia.

Que la bugambilia sea una planta fácil es una hipótesis heredada. Igual que mi padre, aprovecho cualquier oportunidad para difundir su buena prensa y sus bondades. Aconsejo sembrar y rodearse de bugambilias siempre que sea posible. Es una suerte de apostolado vegetal que solo me ha ganado fama de cursi; pero que asumo sin vergüenza, convencida de que la belleza frágil, quebradiza y simple de las bugambilias, es un tónico eficaz para restituir el entusiasmo y ahuyentar cualquier melancolía.


Fotografías: Cecilia Cortina

Video: Jardín Lac

 

Graciela Servín es naturalista y profesora. Desde hace diez años imparte cursos sobre literatura y protección ambiental.


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