¿Es la misma postura la del lector de poesía que el de narrativa? ¿Se lee poesía en la cama, caminando, acostado en el suelo o solo en la silla? ¿Se lee poesía con y entre otros? ¿Se prefiere escuchar los poemas en voz alta a los cuentos? ¿La lectura de cuentos y novelas se hace en el autobús, en el tren? ¿Pasa el lector de poesía más días en las ramas? ¿Son diferentes sus modos de andar por las nubes, viajar por la casa, el jardín, su enredarse, volverse enredadera? Me preguntaba mientras paseábamos, para poder tener la distancia prudencial pandémica, y practicábamos la lectura y la escritura en el parque del Retiro.
También, si se dice que la vida cotidiana exige linealidad, ¿se la encuentra más en la narrativa que en la poesía? Y si los libros son mapas de experiencia humana, donde cada uno que escribió dejó sus marcas experienciales, ¿cómo llegan estas marcas al lector?
No es solo la postura de los cuerpos sino la postura ideológica tanto del que escribe como el que lee (tanto a lectores y escritores los podríamos considerar como el uno del otro y el otro del uno). Al decir ideología me refiero a la ideología del qué y cómo escribir. Si contar, desplazar, “aprosar”, ir de sintagma en sintagma, o hacer un recorrido vertical, condensado, paradigmático.
Pestalozzi relata una experiencia con niños. Les leyó poemas originales en francés a chicos que no hablaban francés. Los de doce años les contaron luego a los de ocho de qué trataban los poemas: una comunicación a través del tono de la voz y una relación de confianza sobre cualquier malentendido. En un mundo con multiplicidad de lenguas, y de modos de usarlas, las confusiones deberían invitarnos a la tolerancia. Podríamos decir que el error y el malentendido podrían incluso cultivarse en un jardín y ampliar los sentidos más que “el sentido”.
Pero esto, leer los sonidos, las onomatopeyas, los siseos, las aliteraciones, puede hacerse con la poesía. Stansilaw Jercy Lec nos dice que el poeta es un papagayo que repite lo que no está dicho. O sea, crear de cierta forma músicas que, si bien podrán provocar un hecho narrativo, lo que mueven es esa insistencia “a/tonal”. En cambio, en la narrativa hay comentarios, anécdotas... Nos preguntamos “qué pasó, cómo terminó esa historia, esa experiencia”, etcétera. Preguntas que no necesariamente le haríamos a la poesía. A su vez, las grandes narrativas, como los acontecimientos en la llamada realidad, vuelven más tarde en un plano subjetivo y se reescriben las narraciones transformando las posturas de la realidad.
Cuando pregunté a los participantes del taller/laboratorio en El Retiro sobre qué sensaciones y qué caminos creían recorrer con una lectura u otra, los ejemplos eran la mayoría de las veces dentro de un bosque o de un jardín. Tal vez porque estaban ya en un parque. La narrativa llevaba a contar cómo se generaron los árboles, qué sucedía con ellos, qué ramas crecían y cuáles se secaban, quiénes buscaban su sombra… pero con la poesía se nombra los árboles, además se los elige por su sonoridad.
Y no es que estas situaciones y las posturas muchas veces no se entrelacen, además tanto a los relatos en prosa, a las novelas, como a la poesía las reúne el gran poder de la imaginación.
Hay enclaves en nosotros que llevan a leer y leernos, ubicarnos, desubicarnos, depende de la forma y la resonancia del texto.
Posturas del leer. Posicionamientos en la comunidad.
De todos modos, sabemos que cuando escribimos o leemos, el cuerpo hace estos actos también con nosotros. El ritmo de cada texto, como rima de la respiración, nos lleva a elegir cómo posicionarnos ante la página; como quien se acomoda, según prefiera, más expuesto o menos expuesto al sol de los jardines.
Laura Szwarc es escritora, artista escénica, arteducadora y activista cultural que vive en Madrid.A través de sus investigaciones y creaciones despliega experiencias que estimulan el pensamiento poético y crítico, así como el trabajo colaborativo en comunidades.Integra y dirige la Asociación Cultural Akántaros: entidad intercultural y transdisciplinar.
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