Ana García
El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo.
Gabriel García Márquez
Caminando por la Ciudad de México descubrí que tenía un recuerdo del pasado que relacionaba con diferentes imágenes, texturas, sonidos y movimientos. Hubo un sentimiento al vagar por las calles de esa ciudad, totalmente desconocida para mí, que evocaba la idea absurda de estar recorriendo un espacio explorado. Sin embargo, no paseaba con la confianza con la que se camina por un lugar cotidiano. Mis sentidos estaban alerta.
De pronto, esas relaciones de un recuerdo nebuloso de algo que tal vez había leído, empezaron a hacerse más presentes. Mientras bajaba hacia los andenes del metro Mixcoac y al caminar por la estación, me guiaba por los cantos y voces de ese mundo subterráneo, atendiendo a los olores que me indicaban la salida o tanteando la humedad y el frío que anunciaban mi cercanía a las vías del metro. Encontré —me encontré en— un mundo bajo tierra que sucumbía a los patrones del contexto que había en el exterior, como un reflejo de la ciudad de arriba.
Entonces, el recuerdo se hizo material, y ante mis sentidos apareció una ciudad invisible que Italo Calvino había descrito: Laudomia, una ciudad doble, la de los vivos y la de los muertos. Calvino no describe ciudades reales, pero crea espacios con el asombro y la descripción poética que cualquier viajero podría hacer a partir de sus primeras impresiones de ciudades existentes. Así que no era una novedad que mi relación con la Ciudad de México evocara esos relatos.
Llegar a la Ciudad de México fue entrar en varias ciudades invisibles. Y con esa revelación entendí que mi relación con la lectura de Calvino, más allá de una interpretación de sus palabras, había sido una experiencia que involucraba mis sentidos. Entonces, en una suerte de nueva conciencia, los edificios empezaron a mostrar sus retículas y el texto se hizo presente en estructuras increíbles: edificios con formas de muela o lavadora, espejos de agua que reflejaban geometrías, olores que hablaban del maíz y aguas que alguna vez corrieron libres, calles entretejidas como en un telar que se podía apreciar desde los aviones, para que los viajeros nunca olvidaran la majestuosidad de la ciudad.
Esta idea me llevó a pensar que la lectura del mundo era tan importante como cualquier lectura que hiciera de los textos. Era el pase directo para encontrarme en cualquier cosa que leyera. Leer el mundo de los otros para relacionarlo con el mundo propio y entender las diferentes expresiones. Antes de hablar, percibimos lo que nos rodea en imágenes, en acciones, olores, sabores, sonidos, y después comprendemos lo que queremos decir. Para hacer ese proceso es indispensable conocer esos estímulos desde los sentidos, pues sólo así se hace un contexto de la palabra que está por surgir, cargada de un sentido íntimo y colectivo para nuestro interlocutor.
Esta es una idea antigua pero olvidada y, ahora más que nunca, necesaria si hablamos de formación de lectores. Nos hemos concentrado tanto en la expresión del mundo y en una memorización mecánica de la palabra que hemos obviado la existencia material y su reconocimiento a través de los sentidos para aprehender el mundo a través de la experiencia. Todavía no hay suficientes herramientas que nos lleven a relacionarnos con el texto desde la percepción; pensamos que leer un texto tiene como objetivo primordial entenderlo y olvidamos que leer también es sentir.
En Cien Años de Soledad hay un fragmento que habla sobre “la peste del olvido”, una amnesia colectiva que se propaga con la ingesta de unos animalitos de caramelo. Cuando Aureliano detecta esta inminente consecuencia, encuentra la forma de evadir la pérdida progresiva etiquetando las cosas que encuentra en su entorno, y esta efectiva práctica se reproduce en todo el pueblo. García Márquez escribe:
Poco a poco, estudiando las infinitas posibilidades del olvido, se dio cuenta de que podía llegar un día en que se reconocieran las cosas por sus inscripciones, pero no se recordara su utilidad. Entonces fue más explícito. El letrero que colgó en la cerviz de la vaca era una muestra ejemplar de la forma en que los habitantes de Macondo estaban dispuestos a luchar contra el olvido: Ésta es la vaca, hay que ordeñarla todas las mañanas para que produzca leche y a la leche hay que hervirla para mezclarla con el café y hacer café con leche.
Este fragmento nos recuerda la fragilidad de las palabras si no se relacionan con la experiencia o con el uso de aquello que es nombrado. Nos invita a recuperar el poder que tiene el lenguaje al ser materializado en el contexto y a no olvidar que esa palabra nos remonta a un pasado, para que aun cuando olvidemos cómo se lee o su significado, nos quede la emoción o el sentido más allá de los códigos.
La lectura que se hace del mundo tiene el potencial de ser democrática: todos pueden leer el mundo si se valen de sus sentidos perceptivos, hay una caja común de significados. Si somos conscientes del espacio, entendemos nuestro contexto sensible, y no hay analfabetismo posible en esa lectura a menos que nos neguemos a escuchar, tocar, oler, o degustar. Hay tantos mundos como lecturas posibles y ninguna es definitiva. Así pues, como diría Paulo Freire, acercarnos a cualquier texto es una re-lectura del mundo.
Un viejo cuento de la India ejemplifica muy bien esa pluralidad posible de re-lecturas del mundo y el reconocimiento de la visión parcial que tenemos sobre él: A varios ciegos se les encarga describir un elefante. Para abarcar el volumen de este animal se colocan repartidos alrededor de él. Por medio del tacto, cada uno hace una descripción diferente dependiendo de su posición. El que toca la cola del elefante lo describe como un animal delgado y alargado, el que toca el costado lo describe como un muro, quien está en los colmillos describe al animal como una lanza filosa, el que toca sus orejas dice que es un gran abanico plano, y así sucesivamente llegan a la conclusión de que todos habían experimentado la verdadera forma del animal.
Partiendo de la premisa de ver el mundo como un texto, cuya lectura es en realidad una re-lectura en la que el universo literario se hace plural y rico en descripciones sensoriales, diseñé un laboratorio de “lectura sensible”, con la intención de cuestionar las formas canónicas en las que debe leerse la palabra y para experimentar cómo los sentidos nos acercan a la literatura.
El primero de estos laboratorios se llevó a cabo en 2019 en el CCH Sur de la Ciudad de México con 43 estudiantes de segundo año de preparatoria y los resultados fueron muy interesantes. A partir de varios ejercicios como restringir el uso de la vista para intensificar la experiencia táctil y auditiva de la lectura de un microcuento, confirmamos que la literatura no tiene que ver sólo con la actividad mental, sino con los sentidos perceptivos que evocan emociones, y es en esa relación donde surge una intimidad que evade una jerarquía entre quien comparte su visión del mundo y quien relee experimentando esa visión.
Tal vez la inmediatez de la escritura digital ha disminuido la fuerza para evocar y decir cosas que despierten percepciones, objetivo que en la tradición oral se exploraba para impresionar a un público haciéndolo vivir una historia, usando la voz como instrumento. En el olvido han quedado las radio novelas en las que se retrataba la mayor cantidad posible de sensaciones que el contexto daba, pero prescindiendo del poder de lo visual y empoderando al sentido del oído, otorgándole la responsabilidad de imaginar la historia en un espacio y tiempo, y a los personajes y emociones través de efectos de sonido.
El olfato, por otro lado, ocupa un lugar predominante para guiar la experiencia afectiva emocional, pues tiene una interesante intervención en los procesos de la memoria episódica y retrospectiva. El olfato funciona como una especie de motor de arranque para los recuerdos, e incluso cuando no hay precisión en el olor percibido se recurre a una función mnemotécnica para evocar un determinado estado de ánimo. Los olores cargan con gestos, actitudes, recuerdos, personas, espacios, tiempos.
Al formar nuevos lectores resulta indispensable pensarnos como cuerpos sensoriales. Recordar la importancia de percibir el texto desde su materialidad e involucrar más sentidos de los que aparentemente se necesitan en la lectura. Me parece clave invertir más ideas e incluso políticas públicas en la construcción de una experiencia completa —sensorial— que invite al disfrute de conocer otros mundos.
Ana García es diseñadora visual especializada en diseño gráfico por la Universidad de Caldas, Colombia. Estudió la maestría en Diseño y Comunicación visual en la línea de investigación de diseño editorial e ilustración en la UNAM, donde trabaja en un proyecto para generar estrategias que aporten a la formación de lectores, partiendo de la idea del libro como objeto y considerando sus infinitas posibilidades de interacción. Paralelamente, modela un laboratorio de exploración y lectura sensorial.
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Juanpablo Junto
Ismael Merla
Imagen de portada: Ismael Merla, cortesía del artista.
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