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  • Daniela Gómez Saldarriaga

Cómo fermenta un manifiesto

Quien publica un manifiesto lo hace como quien grita, alza la mano o tira una piedra para anunciar que se ha dado cuenta de algo, y tras esa visión, el mundo no volverá a ser el mismo. El hallazgo de Mercedes Villalba, antropóloga argentina, que da pie al Manifiesto ferviente (Calipso Press, 2019), es que hay cierto poder dormido en las superficies que hemos aprendido a ignorar por ruinosas, sucias o aparentemente inertes: lo que se pudre, la materia carente de una forma definitiva, el polvo en su proceso infinito de hacerse piedra. En esos territorios aparentemente planos, destinados al ocultamiento o a la explotación, hay una clave para resolver cómo subvertir cierta lógica contraria a la vida que prevalece en la contemporaneidad. La escritura de los seis puntos de este manifiesto se dio en el marco del triunfo de los gobiernos de derecha a lo largo del continente, y quizá fueron las nefastas noticias electorales las que le permitieron decir que la resistencia que sugiere es urgente, aunque urgente ha sido siempre luchar contra la muerte, de lo que se trata también ahora.


El punto de partida es ese: conectarnos en la identificación del miedo y el despojo, de la sensación de estar siendo amenazados y sin resguardo. Este contexto justifica la interrupción que viene a proponer el manifiesto. No es sino pasar la página para dar con el quiebre, la exhortación a encontrar una hendidura por la que se desagüe lo represado, el agua envenenada. La puerta de acceso a esa vía de escape, dice, es la mirada: mirar de otras formas y a lo que no se acostumbra mirar, como la tierra yerma en apariencia, que vista con cuidado transmite longevidad callada, abundancia en lo diminuto, repetición efectiva. Para ejecutar este movimiento de consciencia, nada simple, se necesita energía, combustible. Hay manifiestos que se alimentan de la rabia, del dolor o del absurdo; el de Villaba se asienta en la alegría de estar vivos. “No es amoral ser felices en tiempos de muerte”, proclama, para adelantarse a lo que podríamos tener en mente. Pensar en la alegría es abrir la puerta a crear espacios para vivir fantasías que, a su manera, nos preparan para el futuro, nos habilitan para esa promesa. Sería un gesto enajenado si fuera algo que se pudiera dejar solo para sí, una posibilidad que descubro y agencio en solitario, pero de eso no se trata. El gran reto parece estar en colectivizar esa alegría como un derecho de todos a tener lugares donde descansar, recrearse, ser otros. Para lograrlo se necesita un canal, una red, y la idea del manifiesto es darnos luces de donde encontrarlos.


El concepto de batalla es la fermentación: las transformaciones que ocurren con su propia dinámica temporal, callada y parsimoniosamente, hasta que se vuelven incontenibles. En un principio, Villalba fue invitada por la revista The Plant para escribir sobre los experimentos de fermentación que hacía en su casa, y de tanto observar las burbujas, el calor, la descomposición y el milagro de la materia transformada, salieron estas consignas que describen los pulsos de una sociedad en llamas. Porque de lo fermentado hay un paso a lo ferviente, leído como lo que hierve; luego al fervor, en cuanto entusiasmo y calor; y por último, a la celebración de lo tumultuoso y su bondad de no tener orden, a las millones de conexiones que se cuecen entre las células que se degradan, las bacterias que se desbordan, rompen el sello, se trepan por el muro.

En este punto, la apariencia del libro adquiere un significado especial. No tendría sentido que en esta publicación la materia misma no contara una historia, cuando el texto habla, entre muchas cosas, de cómo recuperar las superficies para que ocurra la vida. Tiene el color y la textura de un mineral, el tamaño de una mano empuñada. La dimensión importa porque es a la vez el contenido: germen, bacteria, virus, reivindicación de lo invisible que se cuela por los poros, fermenta y pudre, para transformar la materia, la estructura. Un libro que parece una piedra se plantea a sí mismo como semilla de un jardín mineral en el que crecen potenciales obstáculos a la inercia destructiva del mundo. Sé la piedra que no permite avanzar a la máquina de la muerte, parece decir. Sé el alimento que da opciones a la expansión. Porque ser bacteria es asegurar que pueda volver la vida a las superficies muertas.

La edición bilingüe, español-inglés, está impresa en risografía (una de las formas más ecológicas para reproducir) y contiene un par de ilustraciones que no deberían pasar desapercibidas. Están hechas en una técnica conocida como marmolizado. Para lograrla, se pinta sobre una superficie de agua, que se resiste al color, y sobre la que luego se desliza el papel para recogerlo y registrarlo. Lo que resulta son manchas, flujos, que bien podrían ser panorámicas de una colonia de microorganismos o una vista cercana de nuestros músculos y arterias, material vivo y en tránsito constante. Este gesto gráfico replica la invitación de dejar entrar a nuestros cuerpos las palabras con las que nombramos el paisaje, para que no haya diferencia entre el adentro y el afuera. Sin ese límite, no habría tolerancia al dolor de otros, que sería propio, ni soledad posible. En vez de eso, grita el manifiesto, seremos mycelium, intención redistributiva, detritus que se riega para abonar la tierra.





Lánzanos inercia, nosotros cultivaremos los jardines de piedra.


 

Daniela Gómez Saldarriaga (Medellín, 1990). Periodista de la Universidad de Antioquia y máster en Hermenéutica Literaria de la Universidad EAFIT. Desde hace ocho años se desempeña como coordinadora de proyectos en la editorial Tragaluz.

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