No puedo evitarlo. Sin embargo, no me gusta que me regalen libros. Es como si la gente se entrometiera en mi jardín para imponerme colores que no son los míos (menos me gusta aún que me regalen plantas, salvo excepciones: un libro podemos deshacernos de él; una planta, heme aquí responsable de su vida, ni hablar de tirarla.)
Así que el otro día me encontraba en la librería Tschann y estaba a punto de hacer lo que no me gusta que me hagan. No sin dificultad, por cierto. Desde que este maldito virus ha erosionado nuestros impulsos, nuestros deseos y nuestras ensoñaciones, he tenido dificultades para encontrar libros que me gusten. Finalmente me decidí a comprar algunos. Cuentos de Clarice Lispector porque tenían grabados que me recordaban a los que había visto en Brasil y porque ella hablaba allí de una isla, en una de las páginas que había hojeado. Cartas y poemas de Emily Dickinson con reproducciones de su Herbarium. Escritos de Duras sobre su cine. Y resulta que son mujeres: lo hago sin pensarlo, no es una acción militante, pero desde hace años no he comprado prácticamente más que libros escritos por mujeres. Y textos ilustrados con algunas imágenes.
Siempre me han gustado los libros con imágenes. De niña sufrí cuando tuve que abandonar los cómics para reemplazarlos por lecturas "serias" que incluían algunos pocos dibujos que miraba pausadamente, para no perderme un detalle. Más tarde, si me gustó Breton, fue también probablemente porque insertaba fotos entre sus páginas. A esto siguió una larga vida como lectora de palabras sin soportes iconográficos, que me trajeron mucha alegría (aunque nunca he "visto" imágenes mientras leía, de eso he hablado en otra parte).
Sin embargo, me alegra encontrar libros salpicados de ilustraciones, como los de la bellísima colección de Colette Fellous, Traits et portraits, o Estambul de Pamuk, Les Disparus, de Mendelsohn… Hoy, por poco, serían las palabras las que extrañaría: las novelas gráficas y el manga han invadido las librerías.
Hace más de cuarenta años, un invierno sin un centavo, fui a la tienda Vilmorin, donde había comprado una docena de macetas, plantas aromáticas, fresas, helechos pequeños... Había hecho jardines en miniatura en los que añadí guijarros recogidos en las playas y planté caramelos envueltos en celofán y los distribuí entre mis seres queridos.
Lo que más se acerca a un jardín es un libro, más aún si se pueden descubrir allí algunas imágenes. Si no renuncio a regalar libros, no es tanto para compartir lo que me gusta, sino para regalarles a mis amigos un jardín donde puedan dar un paseo, aunque sea una sola vez, hojeándolo. Y quedan libres, entonces, de venderlo o dárselo a quien quieran.
Traducción: Rafael Segovia
Ilustraciones: Oamul Lu
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