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Juan Villoro

Humboldt, lector infantil


De muchas maneras Alexander von Humboldt puede ser visto como un colosal puente: entre las diferentes formas del saber, entre Europa y América, entre el placer de la aventura y la alegría del conocimiento. Reconforta saber que hace ya casi dos siglos había maestros visionarios que veían en la lectura literaria y el juego un potencial singular.


En tiempos del turismo en masa resulta difícil recuperar el sentido del viaje ilustrado. Alexander von Humboldt es el ejemplo máximo del expedicionario que conquista volcanes con cinta métrica y regresa a su patria para reflexionar treinta años en sus mediciones. En la obra de teatro Humboldt & Bonpland, taxidermistas, Ibsen Martínez ofrece el siguiente diálogo:

BONPLAND: Alex, ¿qué clase de naturalistas crees que somos?
HUMBOLDT: Bastante aproximados. Ya sé que no quieren aproximaciones, pero hacemos lo que podemos. Nos aproximamos lo más posible al macizo calcáreo, y calculamos cuánto mide. Eso debería bastarles, eso debería tranquilizarlos durante los próximos cien años, cuando la próxima expedición venga a corregirnos la plana. ¿Por qué quieren saberlo todo, además?: es prometeico, es absurdo, es indecente…

Bonpland y Humboldt en el laboratorio de la selva, Otto Roth


En la sátira del dramaturgo venezolano, Humboldt se conforma con adelantarse cien años a la siguiente expedición. Para los propósitos del barón, un siglo de posteridad resulta un límite modesto; obsesionado por mostrar sus ideas al gran público, escribió en francés y abordó suficientes asuntos para justificar un título único: Cosmos.

Humboldt leyó el mundo como una enciclopedia que solo dispone de temas favoritos. En su caso, la acumulación ilimitada era lo mismo que el afán selectivo, pues todo le interesaba. En Taxco discutió de minerales, en la Universidad de Gotinga experimentó con fenómenos eléctricos, en los Andes venezolanos se detuvo para un picnic botánico en cumbres de apariencia inalcanzable, en el Valle de México estudió los fuegos de los volcanes y de los problemas sociales. En recompensa a sus caudalosas indagaciones una corriente marina lleva su nombre.

Por pereza, o por el sencillo deseo de mitigar nuestra vida sin descubrimientos, solemos pensar que los genios clasificaban hormigas desde la cuna. Humboldt nació en 1769, tan ignorante como cualquiera, pero aprendió sus primeras letras con un pedagogo excepcional: Joachim Heinrich Campe.

Si Hollywood filmara una película sobre los hermanos Wilhelm y Alexander von Humboldt, estaríamos ante la más contundente success story de la Ilustración alemana. Su historia se podría simplificar como una línea recta en pos del conocimiento. Es obvio que la pasión por el saber llevó a Wilhelm a renovar la jurisprudencia y asumir la rectoría de la Universidad de Berlín y a Alexander a ser el principal naturalista errante de su tiempo; sin embargo, nada de eso habría ocurrido sin un triunfo previo: Wilhelm y Alexander fueron de los primeros niños en crecer, no para imitar a los mayores sino para protegerse de ellos, para superarlos.

La singular educación de los hermanos Humboldt se produce en un momento de viraje cultural; en las aulas y las escuelas tocadas por la Ilustración, el niño deja de ser un diminuto señor enmudecido, cuya conducta se mide por la obediencia, y se transforma en un sujeto que debe cultivar sus virtudes.

Para Michel Tournier, el niño fue un testigo excepcional de los cambios culturales del siglo XVIII. En su ensayo “Emilio, Gavroche y Tarzán” escribe:

El espíritu clásico considera a la naturaleza como algo malo, y también al niño, en quien ve de algún modo al representante del hombre natural, recién salido de las manos de la naturaleza […] Jean-Jacques Rousseau, preparado por varias generaciones de pensadores y de críticos, trastoca los términos de este esquema: la naturaleza es buena, la sociedad es mala. Por lo tanto el niño es bueno; el adulto, pervertido por la convivencia social, es malo. Comprendemos entonces que tuviera que escribir un libro de no menos de seiscientas páginas para sacar las conclusiones que esa inversión suponía en el dominio pedagógico.

Joachim Heinrich Campe se refería a Rousseau como “mi santo patrono” y no vaciló en poner en práctica las lecciones de su libro sobre la educación: Emilio. A los veintiocho años se hizo cargo de la enseñanza de Alexander y Wilhelm von Humboldt (el futuro autor de Cosmos tenía entonces cuatro años). Campe sabía que ningún método supera al juego y divirtió a sus alumnos con lecciones disfrazadas de entretenimientos. El mayor prusiano Alexander Georg von Humboldt, tesorero de Federico II, sospechó que sus hijos estaban en manos de un lunático sin otra aspiración que hacer reír y decidió cambiarles de tutor. Alguien que había servido al más disciplinado de los ejércitos no podría creer que sus hijos estudiaran sin sufrir al menos un poco. En su primer acto de desobediencia civil, los hermanos exigieron que Campe volviera a la casa. El maestro ya los había enseñado a pensar por cuenta propia.

¿Qué secretos guardaba el educador de los Humboldt? La biografía de Campe es una agitada bitácora de servicios educativos. En 1774 fundó el Filantropium en la ciudad de Dessau, escuela destinada a enseñar sin represión. Obviamente, no todo era perfecto en esa ciudadela de niños ilustrados. A pesar de su nombre idílico y sus insólitos avances, el Filantropium estaba a cargo de maestros ignorantes de la psicología infantil. Hoy en día sorprende que lucharan tanto contra una irreductible bestia negra: la masturbación. Incluso el tolerante Campe propuso medidas que no le pedían nada a los cinturones de castidad con cerraduras medievales.

Goethe y Kant fueron entusiastas del Filantropium, pero otros ilustrados mostraron sus reservas ante las innovaciones educativas. A Herder el experimento le pareció tan absurdo como acariciar raíces bajo tierra para mejorar un bosque de encinos.

Si ciertas enseñanzas de Campe ya pertenecen al gabinete de las excentricidades culturales, al menos una perdura con notable fuerza: el papel educativo de la literatura. Decepcionado ante la escasa oferta editorial para los niños (comentada por Goethe en 1760 en Poesía y Verdad), decidió resolver el problema por su cuenta. Entre muchos otros empeños, Campe escribió El descubrimiento de América y Cuadros en ABC, un alfabeto en verso para estimular el gusto por el estudio; compiló una enciclopedia en doce tomos para niños de ocho a doce años; administró una librería especializada en educación infantil; editó libros (entre ellos el primero de Humboldt, que apareció en 1790), y dirigió el Diario de Braunschweig. El año de la Revolución francesa lo sorprendió preparando un curioso Manual de urbanidad para mujeres jóvenes de la feliz clase media (no para damas de alcurnia).

Estos esfuerzos bastarían para justificar su epitafio:


Plantó árboles en bosques

y en jardines

Palabras en el lenguaje

Virtudes en los corazones juveniles.


Sin embargo, la auténtica proeza de Campe fue su adaptación infantil de Robinson Crusoe. En 1779 publicó El joven Robinson que durante casi un siglo sería la aventura de cabecera de los niños alemanes. El hombre que naufraga en una isla y debe educarse a sí mismo, sin otra escuela que su ingenio, representa el ideal pedagógico de Campe. Para Robinson no hay otro día que el domingo ni otra tarea que la supervivencia; el aprendizaje de las cosas del mundo y el dominio de sí mismo son asuntos de primera necesidad. En la industriosa vida del náufrago, Italo Calvino advierte una honda lección:

Defoe ha llegado hasta nosotros como el poeta de la paciente lucha del hombre con la materia, de la humildad, dificultad y grandeza del hacer, de la alegría de ver que las cosas nazcan en nuestras manos. Desde Rousseau hasta Hemingway, todos los que nos han señalado como prueba del valor humano la capacidad de medirse, de lograr o fracasar al hacer una cosa, pequeña o grande, pueden reconocer en Defoe a su primer maestro.

En su versión alemana, Campe simplificó la historia; para enfatizar los retos del héroe que debe valerse por sí mismo, eliminó las herramientas que llevaba en el navío. Su protagonista “no dispone de otra cosa que su cabeza y sus manos”.

De sobra está decir que el libro esencial en la infancia de Humboldt fue El joven Robinson. La epopeya en la isla desierta pobló su mente de la naturaleza desbordada que buscaría después en sus expediciones.

A los 41 años, en sus Vistas de la naturaleza, Humboldt escribió a propósito de Campe: “Lo que despierta en nosotros gracias a las impresiones infantiles y los azares de la experiencia, adquiere con el tiempo una dirección profunda y suele convertirse en el tema de empresas futuras”. Ésta es la deuda de Humboldt con su educador.

De acuerdo con Walter Benjamin, un logro capital de la Ilustración fue que los niños entraron en contacto con el arte. Esto no hubiera sido posible sin intercesores como Joachim Heinrich Campe, quien trató a los niños como enciclopedistas necesitados de buenos libros. El más célebre de sus alumnos, Alexander von Humboldt, justifica la enorme confianza que el filántropo de la pedagogía depositó en las lecturas infantiles. Detrás del monumental Cosmos y de los viajes entre los helechos arborescentes del mundo americano, no hay otra cosa que un libro para niños: el naufragio inagotable de Robinson Crusoe.


Alexander von Humboldt en su biblioteca, Eduard Hildebrand, 1856.

Este texto se publicó por primera vez en los números 3 y 4 (año II) de la revista Espacios para la lectura, en el año 1996.

 

Juan Villoro es un escritor y periodista mexicano. Entre sus novelas están El disparo de argón, Arrecife y Llamadas de Ámsterdam. Ha publicado cuentos, ensayos y obras de teatro. Entre 1981 y 1984 fue agregado cultural en la Embajada de México en Berlín Oriental. En 2004 ganó el Premio Herralde por su novela El testigo. Publica semanalmente una columna en el periódico Reforma.



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