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  • José Manuel Velasco

Nostalgia del encierro

Dos años después del estallido del Covid hay quienes sentimos una cierta nostalgia del encierro. Desde luego que no quisiéramos volver a aquellos meses de caos, angustia y enfermedad; ¿quién en su sano juicio desearía seguir viviendo en la incertidumbre, escuchando a diario cifras de contagios y defunciones? Más bien se trata de un sentimiento vago e intermitente, una forma fugaz de la tristeza que asalta cuando uno repasa las noticias o vuelve a casa con las bolsas del supermercado. Quizá sea una sensación de fracaso: la sospecha de que las cosas siguen igual y de que —como especie— muy poco o casi nada hemos aprendido tras dos años de pandemia.

Rápidamente volvieron las calles llenas de automóviles y las carreteras obstruidas, los centros comerciales repletos de compradores desesperados, el ruido y el apetito desmedido de escándalos y distracciones. Y como telón de fondo a esta rutina desquiciada están los feminicidios, la guerra, el circo de la necedad política y la catástrofe ecológica. No es extraño que, ante este panorama, se antoje la implantación inmediata de una segunda cuarentena (esta vez más rígida y severa), como si la humanidad entera fuese un adolescente malcriado e insolente al que hay que mandar encerrar a su habitación.

Desde un punto de vista evolutivo, la pandemia fue (y sigue siendo) una oportunidad para replantear, cuestionar y cambiar nuestras formas de vida. El Covid trajo consigo —como ha dicho el escritor y sacerdote Pablo D’Ors— un mensaje ético (no podemos seguir viviendo como hemos vivido siempre); y un mensaje místico (todos estamos interconectados: lo que sucede en un mercado húmedo de China o en las selvas del Río Amazonas afecta, tarde o temprano, a todos los habitantes del planeta). Pero a juzgar por la velocidad con la que retomamos los hábitos y el avorazamiento de la vieja “normalidad”, pareciera que hemos desoído estos mensajes. Son pocas las señales de que la pandemia nos haya vuelto más conscientes; y aunque también abundan historias de transformación y despertar, tengo la impresión de que —colectivamente— carecemos de horizonte.

La añoranza de la que hablo es por los ritmos pausados que impuso la cuarentena; por las calles vacías, los tiempos dilatados y el llamado general a atender lo más esencial: dormir, cocinar, limpiar y convivir con uno mismo. Durante meses se suspendieron los ánimos de emprender proyectos, salir de viaje o batir récords de cualquier tipo; inversamente, el aire que respiramos durante aquel período invitaba a callar y a interiorizar, a revisar nuestros relatos civilizatorios y a permanecer en el asombro y la perplejidad.

Esa etapa, que en una parte del planeta parece haber terminado, fue una oportunidad histórica para mirarnos al espejo y reconocernos. Inquieta suponer que el trauma de la muerte, la enfermedad y el encierro no tuvo grandes efectos en nuestro modo de habitar el mundo, y que toda esa labia de consideraciones filosóficas e intenciones de cambio (con las que durante meses nos llenamos la boca) se estancaron en su propia retórica.

Escribo esto y me descubro —igual que otros miles de opinadores— repitiendo las mismas quejas y los mismos argumentos, atrapado en una espiral entrópica de escepticismo y desencanto. Un pesimismo que daña y orilla al cinismo, a la indolencia y al abatimiento. Entonces recuerdo a quienes hicieron de la pandemia una ocasión para sembrar huertos en azoteas, hacer ejercicio, pintar, reencontrarse con viejos amigos, cuidar sus plantas, compartir la cocina o meditar. Y caigo en cuenta de que esta nostalgia, más que por el encierro, es por una serie de milagros discretos que ocurrieron en esa temporada. El silencio, la soledad y la lentitud dieron sus frutos y hubo días en los que fuimos capaces recuperar la estatura humana.

Sea como sea, cualquier añoranza reniega del presente; si comparto este sentimiento no es para esparcir lamentos, sino para rastrear en la memoria los pequeños gestos que restauraron el entusiasmo y la esperanza. Creo que estos detalles y estos gestos fueron las semillas que sembramos en medio de un tiempo de oscuridad y recogimiento. Dos años más tarde, aquí y allá han germinado algunas plantas diminutas que ya dan signos de fuerza y resistencia. Ahora está en nuestras manos atender la tierra, cuidar los brotes y regarlos de agua; porque ante nosotros se abre una sola disyuntiva: sobrevivir en el laberinto de alienación y voracidad consumista; o sanar y reverdecer, volver —poco a poco— a conectar con lo esencial, a contemplar cómo el mundo y la vida se transforman: solo así, sin prisa y en calma, volveremos al Edén.



La Espera I

Lápiz sobre papel , 20 x 25 cm

 

José Manuel Velasco es bibliotecario y gestor cultural. Editó la antología de ensayo Viajes al país del silencio (Gris Tormenta) y ha colaborado en medios como Nexos, Tierra Adentro y la Ciudad de Frente.



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