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  • Mauricio Merino

No es imposible

I.


Que una sola mujer —bajita, sencilla, silenciosa— inunde de luz un escenario idílico ocupado por una mezcla perfecta de sonidos —y de silencios— ejecutados por las y los mejores músicos del planeta, sin pronunciar una sola palabra, parece cosa imposible: un sueño. Pero me consta: esa mexicanita chiquita y divina que se presenta como Chula the Clown, y que se llama Gabriela Muñoz, lo hizo en el Festival Paax GNP siguiendo la batuta de esa otra mujer que se ha propuesto desafiar la realidad con sus sueños y cuyo nombre es ya de suyo un poema: Alondra de la Parra.

Me declaro incapaz de describir ese milagro. ¿Es un espectáculo? ¿Una puesta en escena? ¿Un performance? ¿Una variante de lo que hacen los mimos cuando juegan con ese lenguaje universal y evasivo que se escribe con movimientos y sentimientos? (¿Cómo se dice mimo en femenino del castellano?, ¿Mima?, ¿Chula nos mima?). La Orquesta Imposible está reunida en torno del mar y toca partituras de Debussy, Bartok, Stravinsky, Weber, Berlioz, Sibelius, Massenet, Prokófiev, Ibarra y Brahms, armonizadas por esa directora que, como su nombre le ordena, vuela, vuelve y cultiva y vuelve a volar.

Entonces aparece una mujercita (¿es una niña?) que balbucea y flota entre músicos y hace aparecer aves y nubes y tormentas y objetos e imágenes mientras ríe, llora, goza, sufre, envejece y regresa a la infancia: se mete a la orquesta porque cada uno de sus movimientos y de sus gestos —con las manos, los pies, la cabeza, la boca, los ojos, el vestido, un paraguas y el pelo revuelto— responden al ritmo que va marcando la música. Y yo vivo o, mejor, revivo con ella: vuelvo a vivir lo que he sido. Dicen que eso pasa en el último minuto de vida.



II.


Nací en los sesentas, en un mundo que dejó de existir con el cambio de siglo. Pero algo quedó: la música. Siendo muy joven me imaginé tocando a Bach y a Chopin por el mundo. Mi abuelo fue profesor del Conservatorio de México y mi tía Alma, egresada notable, nos ofrecía conciertos privados en el Petrof vertical que era el único patrimonio tangible de la familia, alternando con mi padre, quien también tocaba como si fuera fácil. Algo aprendí, pero en la adolescencia opté por usar las manos para escribir palabras que se iban guardando, mientras las notas del pentagrama me eran huidizas y se negaban a acompañarme. ¿Cómo podían esas manchas terribles convertirse en una vibración capaz de transformar el viento en belleza efímera? Mi madre decía que ese viento lo habían inventado los dioses y que solo las almas puras podían comprenderlo.

Quizás porque nací en los sesentas me gustaron los Beatles desde el primer momento en que los oí. Los míos se quejaban de aquellos ruidos y yo me sentía avergonzado: a mí sí me gustan—me confesaba entre dientes. Tanto, que durante años sostuve que la secuencia formada por Golden Slumbers, Carry That Weight y The End, con todos sus giros, sus voces y su secuencia perfecta, formaban parte de la mejor música de toda la historia. Pero no fue sino hasta el sábado 2 de julio del 2022 cuando me sentí felizmente reivindicado por Guy Braunstein, uno de los mejores violinistas del mundo: la Orquesta Imposible de Alondra de la Parra estrenó ese día, en el Festival Paax GNP, con Brunstein como autor del arreglo y como solista, la obra que recupera el mejor disco de los británicos: Abbey Road. Y aquellas tres piezas, precisamente esas y en esa secuencia, cerraron ese momento inolvidable en el que la mejor orquesta del mundo nos recordó con las cuerdas que dialogaban, una filosofía entera: In the end, the love you take is equal to the love you make.


III.


Mientras los mejores del mundo hacen lo que nadie sabe hacer mejor que ellos, reunidos en la Orquesta Imposible que dirige a su vez la mejor directora —¿cuántas veces cabe la palabra mejor en un sueño?— dos jóvenes bailarines se convierten en semidioses ante cientos de miradas que se niegan a parpadear. Los primeros tocan primero el Romeo y Julieta de Prokófiev y luego Como Agua para Chocolate, de Joby Talbot. Los jóvenes que levantan el vuelo son Francesca Hayward y Macelino Sambé, bailarines principales del Royal Ballet. Más tarde, la orquesta vuelve con El Corsario, de Adolphe Adam, siguiendo la batuta y las manos y la mirada de Alondra de la Parra, mientras César Corrales e Ivana Bueno, del Royal Ballet y del English National Ballet, respectivamente, encarnan las coreografías de Christopher Wheeldon. No sé cómo se llama lo que hacen esos cuatro fantásticos: giran sobre sus cuerpos como si una fuerza invisible los tomara por la cintura, saltan a alturas inverosímiles, se abrazan revelando al monstruo del amor que imaginaba Platón y se separan para volverse a encontrar en el aire, en el momento exacto en el que la orquesta cambia el compás: se atenúan y se acentúan como está escrito en la partitura, pero ellos lo hacen con todo su cuerpo.

Luego vendrán los bailarines del famosísimo Ballet de San Francisco: seis maravillas, tres hombres y tres mujeres —¿escribí hombres y mujeres?— que dan su carne y su sangre a las coreografías de Wheeldon. Alguien me dijo, hace mucho, que el baile nos gusta porque nos recuerda el apareamiento. Pero si así fuera, lo que vemos es el amor carnal que los dioses tienen con los mortales y recuerdo, con nitidez, una larga y hermosa conversación epistolar entre John Coetzee y Paul Auster (Aquí y Ahora), donde ambos confiesan que siguen los deportes televisados por la misma razón: no les interesan tanto los equipos ni los resultados, cuanto la fascinación que les producen esos individuos capaces de hacer lo que ningún mortal común y corriente lograría. No son seres humanos, se dicen entre ellos, sino semidioses. En el Festival Paax GNP entendí exactamente lo que escribieron en esas cartas: ese grupo imposible de músicos virtuosísimos y de bailarines que se movían como aves, no eran como tú y como yo: ellos habían sido concebidos por el amor carnal de los dioses. ¿Qué otra explicación racional podría darse a ese momento?




IV.


Conocí la música dirigida por Alondra de la Parra escuchando el Danzón número 2, escrita por otro mexicano fuera de serie e interpretada por la Orquesta Filarmónica de las Américas. Jamás habría imaginado que la vida me daría la oportunidad de escuchar el estreno de otra obra de Arturo Márquez, tocada ahora por la Orquesta Imposible, con un título que la honra: La Sinfonía Imposible. Y mucho menos, que en el Festival Paax GNP estaría presente el autor de la obra (pero así fue: algo bueno debo haber hecho en la vida). Aprendí, además, que este magnifico compositor sonorense quiso escribirla como un clamor que se mueve y varía entre cuatro notas, para llamar nuestra atención sobre las grandes emergencias que amenazan al mundo de nuestros días: el cambio climático; la resiliencia de las personas con discapacidades; la falta de equidad entre géneros; la migración de quienes escapan de sus infiernos para buscarse una vida; la dificultad de encontrar empatía entre diferentes que, sin embargo, pueden cantar una misma nota; la controversia entre quienes se dicen opuestos sin comprender que se gritan lo mismo; la búsqueda de la felicidad como guía permanente mientras vivimos; y otra vez, el cambio climático.

No: esta nueva obra no se parece al Danzón ni nos invita a bailar la alegría de la vida. La Sinfonía Imposible no nos mueve los pies sino el alma. En cada giro de las cuatro notas que se reencuentran una y otra vez hay, a un tiempo, una tragedia y una esperanza: el conflicto entre instrumentos que se disputan un tema y crean una fuga y un contratiempo para armonizarse después en una melodía simple; la grandilocuencia de la orquesta completa destruyendo el aire que respiramos y los vientos que soplan después, cuidadosos, para purificarlo; la fuerza de un trombón que remonta sus propias limitaciones y convoca a los demás instrumentos; el contraste entre los graves de un contrabajo y los agudos de una pequeña flauta que, sin embargo, se impone por la fuerza de su suavidad. La nueva obra de Arturo Márquez es música, por supuesto, pero es también un discurso leído ante una audiencia que comprende que —como diría el clásico— si nadie te escucha: canta.


Gracias Alondra, por hacer posibles los sueños.

Gracias Emilio, por acercarme a ellos.



Mauricio Merino se ha desempeñado como profesor en El Colegio de México y como profesor-investigador en el Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE). Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores y de la Academia Mexicana de Ciencias. Es autor de diversas publicaciones académicas, libros, artículos de investigación y columnista en diversos periódicos de circulación nacional.

 

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