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  • Michèle Petit

Leer el cielo

Estamos acostados sobre unos pareos, es una noche sin luna. La escena es fastuosa: el Egeo inmenso y el cielo estrellado. Frente a nosotros una barca iluminada; hay hombres pescando con lámparas. Se oyen las olas alzándose y rompiendo, las ranas croando en el río cercano, un chico, a lo lejos, que canta acompañándose con su guitarra:


… όλο το νησί ένα βότσαλο στα πόδια σου ολόκληρη η γη η δική σου αγκαλιά Toda la isla, un guijarro a tus pies, toda la tierra tu abrazo


Vasiliki nos enseña a orientarnos en el mapa del cielo, a encontrar las constelaciones, a ir de una a otra y a armar poco a poco el rompecabezas. Para cada constelación, ella cuenta lo que dice la mitología griega, una de esas historias que los seres humanos se transmiten desde hace milenios. La de la ninfa Calisto, a la que Zeus transformó en osa para que escapara de los celos de Hera, su esposa; y la del hijo de Calisto, Arcas, que pronto se volvió cazador, y pronto se transformó él también en oso, para que no cometiera un matricidio, y ambos, colocados en el cielo, giran alrededor del polo norte sin ocultarse nunca debajo del mar. O la historia de Hera, otra vez ella, a quien Zeus le pidió que amamantara a Heracles, su hijo adúltero, prometiéndole que sería el último hijo que tendría fuera del matrimonio. Heracles al mamar muerde el pecho de Hera, que separa al niño de su pecho, y la leche le da forma a la Vía Láctea. O la de Orfeo, cuya cabeza y lira fueron a encallar en la isla en la que nos encontramos.

Y yo recuerdo la ópera de Gluck en la coreografía de Pina Bausch, del silencio extremo de los espectadores cuando Orfeo avanzaba al frente de Eurídice. Si bien todos conocíamos la historia, cada quien le decía a Orfeo en lo íntimo de su corazón: “¡No voltees!” Pero ahora es de la constelación del Cisne de la cual nos habla Vasiliki, ese cisne en el que se había metamorfoseado Zeus para correr a refugiarse en los brazos de Leda, de la que estaba enamorado, fingiendo huir de un águila. Y me venían recuerdos de mosaicos y de pinturas que representan sus abrazos. Y siguen tantas historias que transforman el cielo.

A la distancia, el muchacho sigue cantando. Casualmente, él también evoca una de esas diosas y dioses fantásticos, más ligeros que los Cristos en la cruz.

Νέκταρ θεϊκό πίνω αχόρταγα απ' τα χείλη σου

ζηλεύει η Αφροδίτη που χεις τόση ομορφιά


En tus labios bebo un néctar divino,

Afrodita está celosa de que tengas tal belleza


Pasan aviones, cinco o seis satélites, estrellas fugaces... Pasan dos horas que no vemos pasar. Nos ponemos de pie como después de un sueño. “Nunca veré al cielo de la misma manera” dice Heleni. Yo tampoco. Para cada uno de nosotros, se ha vuelto mucho más familiar.




En Leer el mundo conté aquella noche, en Brasil, en que había sentido un terror extraño al mirar el cielo estrellado al no reconocer ninguna constelación familiar. Del cielo del hemisferio sur nadie me había dicho nada, contado nada.

Con frecuencia he encontrado en los libros escenas semejantes, en las que alguien se sentía perdido ante una multitud de estrellas en las que no distinguía ninguna figura conocida.

Es para orientarse, pero también para no ser presas del pánico que los humanos en todas las culturas configuraron un cielo “habitable” mediante la observación, pero también proyectando en él personajes míticos o animales fabulosos. Y, como ya lo había escrito: “incluso si no sé a qué astros atribuir Andrómeda, el Dragón, Pegaso o Casiopea, incluso si he olvidado –si nunca los conocí– los relatos de los que se tomaron estos nombres, pueblan el cielo con animales o héroes míticos y lo transforman en un ámbito humano. Cuando alzo los ojos estoy unida a todos los que lo han contemplado, observado, a lo largo de los siglos. Y a aquellos con quienes he caminado de noche, y que han nombrado a tal o cual estrella, que han contado fábulas sobre ella...”

Como Vasiliki, a quien conocí hace algunos veranos en el mar Egeo. Arquitecta, disfrutó de restaurar edificios antiguos durante más de veinte años. La terrible crisis que sufrió Grecia la obligó a cerrar su agencia y a inventar otra cosa. Ahora es a la gente a la que restaura con la práctica del arte de la reflexología. Pasa también mucho tiempo observando el cielo y la naturaleza. Y escribe poemas. Cuando la conocí me llevó a la playa, de noche, para mostrarme una multitud de constelaciones cuya existencia yo ignoraba. Luego me propuso que camináramos hasta un puente. Docenas de estrellas brillaban en el río: eran los ojos de las tortugas en los que se reflejaba la luna llena.

Este verano, ella decidió compartir más allá de sus gentes cercanas lo que ha aprendido sobre el cielo estrellado. Cada mes (una noche hablando griego, al día siguiente en inglés) lleva a las personas a la playa para presentarles el cielo, tal como lo vemos en la tradición occidental, para que puedan apropiárselo. Como hace notar: “las constelaciones no sólo tienen que ver con las estrellas, sino también con historias. El poeta griego Aratos de Soles, hace 2300 años, fue el primero que relacionó las constelaciones con los héroes de la mitología griega. Su poesía le dio forma y nombre a las estrellas.” Los nombres de las estrellas y las constelaciones tienen todavía en su mayoría su origen en el poema de Aratos. Ptolomeo los retomó en el Almagesto, y luego la tradición árabe los difundió. Son esos nombres y los mitos que les corresponden los que seguimos transmitiéndonos los unos a los otros.

Cuando le pregunte de dónde le venía su gusto por las estrellas, Vasiliki me contestó:

Tal vez de las noches de verano en las que, cuando éramos estudiantes, recorríamos las islas del Egeo y dormíamos en las playas, con la cabeza fuera de la sábana, las manos bajo la cabeza, con un viento refrescante impregnado de yodo acariciándonos el rostro, y con la mirada fija en el cielo estrellado, calculando... aquí la Osa Mayor, ahí la Menor; más a la derecha el Triángulo de verano, un planeta por aquí, la Vía Láctea por allá... hasta que llegara el sueño. ¡Horas sin fin mirando el cielo! Era entonces cuando intentaba comprender el lugar de la Tierra en la espiral de nuestra galaxia. 
    Me viene otro recuerdo. Era en 1997, en la isla de Cefalonia, una noche en que volvíamos de una excursión. De pronto vimos, con gran nitidez, por encima de nosotros, un gran cometa con una larga cola verde, muy hermosa. ¡Qué maravilloso espectáculo, qué belleza! Un cometa verde con una luminosidad inusitada. ¡Hubiera querido atraparlo para viajar sobre él y ver la Tierra desde lo alto! Lo volvimos a ver en el cielo durante algunas noches hasta que nos dejó... los que lo vieron lo recuerdan indudablemente. El cometa Hale-Boop.

En ocasiones no es un cometa lo que se descubre. La otra noche estábamos en el balcón. De pronto pasó frente a nosotros, a baja altitud (mucho más baja que la de un avión) una gran nave espacial que yo nunca había visto. Una especie de estela luminosa, una línea de puntos a distancias irregulares entre sí, que avanzaba, más bien despacio. Debe haberle llevado un minuto cruzar el cielo. Nos mirábamos atónitas, en plena ciencia ficción, y lo identifiqué rápidamente: era uno de esos millares de satélites Starlink que Elon Musk, el patrón de SpaceX, lanza al espacio desde hace tres años para brindar un acceso rápido al Internet y poner en jaque a Jeff Bezos (entre otros objetivos).

Tuve el borroso recuerdo de que algunos astrónomos se habían alarmado por ello, ya que la contaminación visual dificulta sus observaciones, pero no había entendido a qué se parecían ni cuántos eran: hacia 2025, 42000 de ellos podrían estar girando a nuestro alrededor.

Sabía que había empresas que querían convertir satélites en carteles publicitarios visibles en el cielo nocturno. Y que la Sociedad de Ciencias y Tecnologías Aeroespaciales de China quería lanzar al espacio, por encima de Chengdu, una luna artificial ocho veces más brillante que la auténtica. Había buscado en línea los Starlink. Musk y los suyos, por su cuenta, detallaron el proyecto: existirán incluso fórmulas de membresía Premium, por unos miles de dólares al mes, para los yates.

En unos cuantos años, cuando caiga la noche, podríamos vernos cegados por rastros luminosos, nombres de marcas de refresco, de ferretería electrónica o por falsos astros. Se habrán acabado las noches en las que podíamos mostrar a los niños la Osa mayor, Orión o la Cruz del Sur mientras les contábamos mitos.



Ilustración: Ilonka Karasz, the heavenly tenants

Fotografías: Lisbeth Longhoft

Traducción: Rafael Segovia

 

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