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  • Yessica Chiquillo Vilardi

Inventariar


All the clothes of a woman (1973) § Hans-Peter Feldmann.


1

Suena la alarma por cuarta o quinta vez. Me estiro hasta sentir que me truenan los huesos de la espalda. Alumbra la pantalla del celular. Recorro con mis ojos el listado de las últimas conversaciones. Sin salirme de la cama, alcanzo el portátil del suelo. Abro el correo. Aunque sé cuál documento me urge en realidad abrir, decido empezar en un orden de importancia sumamente burocrático. La importancia también muta según el grado de ensimismamiento: cuando quiero olvidar la trama adulta de la vida, lo primero que hago es abrir el archivo de mi manuscrito. Esta vez me abstengo de hacerlo: me dispongo a comentar la propuesta de tesis de un estudiante. Por un instante me pregunto si en esto no consistirá la filantropía: en darles prioridad a los otros por encima de mis deseos más profundos.


En el orden de esta breve existencia matutina, hay otros inventarios más apremiantes: los platos, ollas, cubiertos y vasos sucios que desbordan la cocina. Antes de empezar la jornada de limpieza, abro mi biblioteca de Spotify. Reviso las listas por género. Afloran las ganas de escuchar un vallenato. El chorro de agua se desparrama sobre los platos. Mientras avanzo en estas operaciones, en apariencia mecánicas, voy desplegando en mi mente el listado de las cosas que me gustaría decir en este ensayo personal.

2

Inventariar viene del latín inventarium: una lista de hallazgos, un catálogo de cosas. También se deriva del verbo invenire: encontrar, hallar.


Pienso que la vida, una trama de incertidumbres que se teje y desteje, necesita de algún tipo de sistematización. No importa el método ni su caducidad, lo que cuenta es que sirva como paliativo en nuestro intento de organizarla.


En su hoja de intenciones, Ida Vitale deja esta consigna, sagrado mantra: “El mundo es caótico y, por fortuna, difícilmente clasificable, pero el caos, materia susceptible de convertirse en maravilla, ofrece, como cualquier teogonía demuestra, la tentación del orden”. El relato que abre el libro del Génesis se puede leer como una primera tentativa de inventario. Con la premisa de separar la luz de las tinieblas, inicia la voluntad humana de clasificar, sistematizar y hacer un balance exhaustivo del mundo.


Inventariar para tener certeza de lo que se tiene, para que lo que uno cree tener y su existencia en el mundo físico se correspondan.

Desde niña, con gesto silente, me disponía a organizar en hileras todas mis Barbies. Hacía un conteo periódico, con el balance de las pérdidas y ganancias. Una muñeca de pronto había perdido su zapato y me veía en la tarea de reponerlo, o de quitar aquel calzado, ahora solitario, que hacía cojear mi sentido simétrico del espacio. Esta otra no me gustaba tanto desde que le había arruinado el pelo sintético con un pegante. Podía prescindir de ella y, en efecto, no demoré en darla de baja por defectuosa.


En un inventario también se incluyen bienes inmateriales. La experiencia, una vez registrada, se vuelve palpable.


Durante los últimos años del colegio, con mis amigas hicimos un inventario de besos. En un papel trazábamos cuatro columnas verticales, cada una titulada con nuestros nombres. Empezábamos a barajar nuestro conteo secreto. Y en caso de que un ojo intruso diera con nuestro papel, usábamos solo las iniciales. No estábamos, como pensarían algunos, concursando, en una carrera loca por sumar nombres. Todo lo contrario. Era nuestra manera de registrar la lenta y progresiva trama de la vida y de recordarnos que, más allá de los muros del colegio, había una multitud que no estaba aislada por sexos. Numerar y clasificar besos era interesante porque nos obligaba, aunque fuera imaginativamente, a salir de los linderos de la institución.


From the Freud Museum (1991-1996) § Susan Hiller.



Inventariar en la escritura

Antes de concebir una forma, ya estoy creando pequeños listados de los temas y las intenciones de escritura. Transcribo fragmentos de los libros que quiero que vigoricen mis ideas. Busco un método que ataje el rebaño disperso de ocurrencias.


Por eso me gustan los diarios. Porque dan la sensación de un orden. Me ofrecen un modo práctico para narrar una vida, un molde que me aproxima de otra manera a los hechos cotidianos. A veces una lupa que magnifica los actos más pedestres. En el diario me siento como si estuviera llenando un calendario. Con un esquema preconcebido, tan solo —gran falacia— debo dedicarme a llenar los espacios en blanco de los días.


En el diario me busco como en un archivo. Rectifico fechas, administro recuerdos. Pero no nos engañemos: las páginas fechadas son formalmente lo único lineal de aquel registro íntimo. Es una cordialidad del género para, por un instante, hacerme olvidar de la composición caótica de la vida. Si no fuera por eso, no me atrevería a escribir un diario. “Para poner un orden en las pasiones y pulsiones de la existencia, y convertir el desorden en una línea clara, debo periodizar mi vida”, afirma Ricardo Piglia, o Emilio Renzi, en su diario de los años felices.


Hace días empecé a leer El libro de la almohada de Sei Shōnagon. Cada vez que culminaba su jornada diaria de servidumbre en los aposentos de la emperatriz Teishi (977-1000), se recluía en la intimidad de su washitsu [cuarto] y empezaba a registrar la trama de su peculiar vida y la de aquellos que la rodeaban, en la forma de listados: pequeños inventarios de los montes y templos visitados, árboles que ha visto florecer, las cosas que la desalientan y la entusiasman. Evaluaba el mundo a través de su filtro personal, teñía los sucesos cotidianos con su ironía, sus prejuicios, su capacidad de asombro y su delicada y fina sensibilidad en los detalles. Leer este registro íntimo me aproxima a su manera obsesiva de catalogar las experiencias. Me anima, de paso, a preguntarme por mis principios de catalogación. Al tiempo que la leo, entrelazo mentalmente sus listados con los míos. La envidio, la venero, a veces discrepo de sus afectaciones, otras veces coincido con ellas. En corchetes, mis anotaciones intrusivas:


23. Cosas desalentadoras

Un perro ladrando en pleno día. [...]

[Tengo la teoría de que los perros pequeños son detestablemente ruidosos, en especial los Chihuahua, los Yorkie y los Pincher. Aunque no tenga mascotas, prefiero la solemnidad silente de los gatos.]

24. Cosas que provocan poco entusiasmo

Los servicios religiosos que se llevan a cabo durante los días de abstinencia budista. Los preparativos de algo para lo que aún falta mucho tiempo. [...]

[Las misas católicas que se llevaron a cabo durante mis últimos años escolares. En cambio, me emociona imaginar un reencuentro sin fecha exacta, porque permite, entre tanto, avivar la imaginación prolongadamente.]

29. Cosas que te hacen sentir alegre

El agua que bebes cuando despiertas por la noche. [...]

[Los desayunos en compañía, leer en voz alta, un estallido de besos, la risa hilarante de un bebé ajeno, subir un monte empinado, los reencuentros.]

69. Cosas incomparables

El verano y el invierno. La noche y el día. […] El hombre a quien amas y ese mismo hombre una vez que has dejado de amarlo son como dos personas completamente distintas. [...]

[La distancia y la cercanía.]


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Inventariar una biblioteca es ensayar a pequeña escala lo que nos depara todos los días. El registro periódico de los bienes también nos enseña a materializar los vacíos: a darle un lugar incluso a los objetos perdidos y, por fuera de los estantes, a darle un lugar mental a las postergaciones del deseo, a la nostalgia y al olvido. Así, la ilusión de un orden se traslada a un plano más íntimo y, por tanto, más incontrolable: el de la mente. En aquella miscelánea de la memoria, vórtice incierto, alcanzo a elegir algunas experiencias cuyo esplendor quiero dilatar.


Cuando fui bibliotecaria escribí un diario. En una de sus entradas, hay una frase lapidaria que luego se convirtió también en una pegatina: Odio inventariar. Por un lado, está el humor y la crueldad burocrática del oficio; por el otro, la ficción: me he vuelto una asidua amante de los inventarios y, a falta de un ánimo implacable necesario para tenerlos siempre al día, intento prescindir de muchas cosas —a veces hasta de mi casa entera—.


A falta de algo mejor, inventariar es un refugio, hace que los espacios sean más habitables. También es una lección de humildad. Quien asume un inventario, lo hace con la conciencia de que es una tarea inacabada, como la vida, y que solo encuentra su punto final cuando renunciamos a ella, irremediablemente.


La realidad muchas veces —por no decir siempre— nos desborda. Cómo no pretender darle un orden. La sola ilusión de orden nos permite seguir adelante.

 

Yessica Chiquillo Vilardi es una escritora y docente colombiana. Se dedica a leer autores latinoamericanos contemporáneos y, desde hace unos años, a hacer bitácoras de viaje y practicar senderismo. La Editorial Animal Extinto publicó en Libro de hallazgos (2019). En este libro relata sus experiencias cuando fue bibliotecaria.



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