1. Situarnos en este mundo
Posición: sentarse derecho para que la voz salga del centro de nuestra tripa sin obstáculos, y respirar profundo.
Escucha: hacer el silencio dentro para escucharnos mejor. Solo se puede oír nuestra respiración que va a articular el ritmo del relato.
También se puede iniciar caminando, con los ojos cerrados o bien abiertos. Lo importante es tomar el ritmo y hacerlo extensivo a todo el cuerpo y el alma entera, pues escribir es eso: ponerle cuerpo al ritmo, darle peso al alma; y quitarle gravedad a la edad madura es: aprestarse al disfrute y a parir por el prado, prestar atención al grado de la voz que asoma por la grama, voz soterrada.
De manera que escribir es: iniciar por escuchar la semilla que llama. A eso se le llama inspiración. Luego la inspiración, a fuerza de transpirar, se torna en texturas.
2. Buscar un distanciamiento
Distanciarnos de nosotr@s: mirarnos desde fuera como si fuéramos otr@. Somos el que escribe y el que escucha lo escrito, el que lo ve surgir, el que se deja llevar; y somos también el viento que lleva, el río que brota, el desierto que reverdece: somos un horizonte sin fronteras definidas, definiéndose. Defendiéndose frente a la muerte que en ese momento, sólo en ese momento, encarna, en el silencio.
Si optamos por el silencio, por cerrar la puerta a lo que llama, privarán las fronteras, privará lo dado. Y escribir siempre es una apuesta por abrir la puerta a lo desconocido.
Distanciarnos de lo múltiple, de lo posible: de las múltiples historias que podríamos contar para aislar esa historia que queremos contar (puede ser que a esa historia le nazcan otras historias y que el relato sea caleidoscópico, pero esto ya es un momento posterior).
Estos dos pasos nos permiten salir del mundo no escrito al mundo escrito. Estamos ya en el momento literario porque la vida es continua, cuando la acotamos se convierte en escritura.
3. Trazar un itinerario
Ahora que hemos elegido qué queremos contar, tenemos que trazar un plan de viaje, un itinerario: saber por dónde queremos ir (aunque luego decidamos abandonar este camino, tomar un atajo o detenernos a coger florecillas). A veces, esto se llama índice. Es el deíctico, el dedo que señala por dónde comenzaremos a caminar.
Cabe aclarar que a veces el itinerario se puede seguir al pie de la letra, pero en ocasiones, la propia escritura nos conduce a lo no previsto ni esperado. En realidad, escribimos para eso: para desconocer lo conocido, sea porque un ejercicio de atención concentrada, o por dejarse llevar.
4. Comenzar
Ahora hay que ponerse en camino, fluir: comenzamos desde ese lugar en el que nos instalamos para mirar (el punto de vista). Desde ahí sale la voz (tono).
Si miramos desde arriba, el tono será sublime o legendario (gravis). Es la mirada cenital, superior, de lo que se mira desde lejos, de lo distante, que necesita una distancia porque se coloca arriba y lejos. Es la voz del maestro, del filósofo, del que todo lo sabe, es la voz inapelable de dios, que todo lo ve y que conoce todos los designios, todos los destinos. Es la voz más apropiada cuando buscas distancia narrativa para la reflexión y el análisis de los hechos que relatas, cuando buscas intervenir, explicar y justificar.
Si miramos a los ojos, el tono será mediano o cotidiano (mediocris).
Es la mirada horizontal, de la igualdad, de lo que se mira de frente, de lo cercano. Es la voz del ser humano, del que no sabe todo y viene a contar lo que sabe y a callar lo que no sabe. Es la voz del que se arrodilla, del que mira hacia arriba cuando formula una plegaria o se arrodilla al hablarle a un niño. Es la voz del que hace una confidencia, del que confiesa. Es la voz más apropiada cuando buscas identificación y proximidad con la realidad de tu ficción, con el lector, como cuando buscas un tono confidencial o cómplice.
Si miramos desde abajo, el tono será bajo o humilde (humilis).
Es la mirada inferior, la mirada atónita de los ojos inocentes de un niño, la mirada asustada de un joven inexperto. Es la voz de los humildes, de los indefensos, de los que nos provocan ternura, de los que se equivocan, de los locos, de los que nos hacen reír, de los payasos, de los bufones, de los que nos muestran la humanidad que hay en la indumentaria demasiado grande, en la sonrisa sin contención, en la mirada abierta de par en par por el vendaval de la vida. Es la voz que cuenta lo que ve, lo que vive, consciente de que lo desconoce todo, de que todo está por descubrir. Sabe menos que el lector, incluso. Es la voz más apropiada cuando buscas un papel activo del lector, que construye en su imaginación lo que no se cuenta de forma consciente, lo que se atisba, lo que se sugiere.
Nota: puede haber un relato con diferentes puntos de vista o tonos (relato poliédrico o politonal).
O polifónico. En materia de escritura, siempre el dúo se hace cuarteto.
Una sonata. Uno escribe con dos presentes: uno y el otro. Uno supuestamente es quien escribe. El otro es quien recibe. Pero uno y otro son dos. El que escribe se sorprende de ser uno, y el otro, al leer despierta una parte de su ser adormecido.
El ritmo del relato lo encontramos en la respiración, que no tiene por qué ser constante. Podemos acelerarnos, sosegarnos, agitarnos, excitarnos, deprimirnos, ofendernos… Este ritmo tiene mucho que ver con el ánima, con el estado de nuestra alma, con el estado anímico. El ritmo está hecho de aire y de fuego.
La elección del tiempo del relato va a depender del punto de vista y del tono elegido:
Si el tono es sublime o legendario, el tiempo es el de la eternidad, de aspecto imperfecto e indefinido. Es un tiempo que, aunque sea pasado, no ha concluido o tiene repercusiones en el presente y en el futuro. Es un tiempo mítico: un momento impreciso, atemporal y, por tanto, eterno: in illo tempore.
Si el tono es mediano o cotidiano, el tiempo es el tiempo de la confesión, el presente con todos sus ropajes: presente actual (puntual o durativo), presente habitual, presente atemporal (el de los refranes o el del discurso científico), histórico, con valor de futuro o imperativo. Es el tiempo de la vida y de lo que nos conecta con la vida.
Si el tono es bajo o humilde, el tiempo también es el presente, pero es el presente con valor de futuro, las construcciones verbales perifrásticas, de los que dan rodeos para no molestar, de los que todavía tienen tiempo para decir, o el condicional. Es el tiempo de lo que empieza y será, de quien lo tiene todo por delante; es el modo subjuntivo, las oraciones dubitativas que expresan incertidumbre… Los puntos suspensivos, porque el tiempo está detenido, en suspenso, demorado.
5. Caminar
Caminar ayuda. Incluso cuando sientes que ya no tienes nada que decir. Sal a caminar y olvida que tienes que escribir. Y pon atención a tu andar. Si te fatiga escribir, es hora de descansar. Cierra los ojos. O abre un libro que te llame. Ábrelo por la hoja que se abra: abre los oídos y ponte a soñar. Deja que el arroyo de la tinta te arrulle. Tal vez a la mañana despiertes con una nueva voz que te llame. Si no es el caso, retorna al prado. Alguna yerba encontrarás. Si te place arrancarla, pues adelante. Métela entre los labios y déjate llevar por ella. Ella ya sabrá retornar al prado.
6. Ponerle voz a lo escrito
Eso también ayuda. Lee en voz alta. Juega con las pausas y los tonos. Rompe la trama introduciendo las cesuras. Si está roto puedes dejarlo así o iniciar costuras. Si eso quieres, hazlo. Pueden ser visibles o no.
En general es preferible que se vean. El lector tropieza en ellas y descubre que él también puede tener una aguja y seguir hilando por su lado.
7. Regresar al silencio
Eso es una aspiración. Pero el silencio no existe. El silencio es sólo una aspiración. ¿Lo dudas? Calla y respira. Ya verás que mientras más prestas atención, más semillas hallarás para ir escribiendo mientras vas oyendo. Y que mientras vas huyendo, vas encontrando no sólo voz, guarida para alojar al otro y con su presencia hacer hogar.
*Ilustraciones de Alejandro Magallanes
Ana nació de una madre acallada por ser gallega, mujer e iletrada, en un país donde las lenguas estaban prohibidas. Los domingos de su infancia los pasó escuchando el silencio de su abuela, una mujer insignificante, en un país donde la consigna era no significarse. Comenzó a escuchar los cuentos que ahora nutren su repertorio en los libros que leía en voz alta, de noche, a la luz de la linterna, dentro de la cueva de su cama. Recibió el apellido de Griott en los años noventa, contando cuentos en cafés teatros en un Madrid remansado después de la movida. Haciendo gala a este apellido, una década más tarde llegó a África. Ha escuchado cuentos en diola, en pular, en serer, en wolof, en manden (en Senegal), en changana, en ronga (en Mozambique), en hassanía (en la RASD) y en baka (en Camerún). Escucha a esta gente invisibilizada, en un mundo que los acalla para negarles la dignidad humana, y despojarlos de aquello que no es de nadie: la tierra.
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