No sé si lo mismo le pase a otros profesionistas. O si escritores de otros géneros tengan vicisitudes similares. Cuando me preguntan a qué me dedico, sé que será difícil explicarlo porque cada quien entenderá lo que se le venga en gana. Invocar a la palabra “ensayo” resulta insuficiente, pues nació abarcadora y bien puede referirse a un trabajo escolar lleno de citas, un tipo de tubo, el análisis de los metales, la representación sin público antes del estreno, la tentativa, una manifestación de la literatura. Cómo saberlo.
¿Hay algo en común a todas esas acepciones? Quizá una misma voluntad, la de poner a prueba. En ellas subyace la imposibilidad de dar el mundo por sentado. Por eso no debería sorprendernos que, como género de la escritura, la fecha oficial de nacimiento del ensayo esté situada en la época de la incertidumbre y las crisis, el renacer de las sospechas, los viajes de exploración que surcaron el océano en busca de otro orbe. Tener perspectiva o, mejor dicho, descubrirla significa estar abierto a conocer a otros. Dice Stefan Zweig de Montaigne, ese autor tan hecho mito que pareciera un Homero moderno: “para comprenderse, no basta con observarse. No se ve el mundo, si sólo se mira la propia niebla. Por eso lee historia, por eso estudia filosofía, y no para que estas disciplinas lo instruyan y lo convenzan, sino para ver cómo han actuado otros hombres y comparar su yo con otros yoes”.
Ese contagio multidisciplinario, su capacidad de jugar en el terrero de la poesía, de la filosofía, de la ciencia, hace del ensayo una práctica multiforme. Le han llamado el género degenerado por su afán de aparentar ser todo a la vez: narración, prosa poética, sermones, discursos, autobiografía, crónica, anécdotas, diálogo, listas del supermercado: todo cabe en un ensayo sabiéndolo acomodar. El ensayo no se presenta en estado sólido, líquido ni gaseoso; se parece, más bien, a los coloides.
¿Cómo catalogar a esa escritura amorfa y volátil? Para Chesterton, una serpiente; para Reyes, el centauro. Los ensayistas afanados en aprehender su naturaleza rebelde e intrigante no dejan de hacer mella en su volatilidad. Liliana Weinberg, una magnífica rara avis que dedica sus estudios a este género, dice que no se parece tanto a Proteo, deidad marina que cambiaba de forma a plenitud, como a Prometeo que robó el fuego y se convirtió en intercesor del mundo de los dioses y de los hombres. La belleza del ensayo no radica en la disparidad, sino en cómo conecta lo que parecía excluyente. Es el género vinculador por excelencia: de la experiencia personal con la reflexión antropológica, de la alta cultura y la baja, de los saberes humanos, de las formas más inusitadas. El genio del ensayista podrá distinguirse algunas veces por descubrir nuevos territorios, pero usualmente suele pasar por lugares ya conocidos tomando una ruta diferente. Es inventor de caminos que unen pueblos lejanos.
Confieso que la principal razón por la que me gusta escribirlo es porque sólo allí puedo ser a plenitud la persona que soy. Encuentro lugar para mi curiosidad, mi ñoñez desesperante, mi acidez y descaro, mi vulnerabilidad. En pocos lugares me siento un humano integral, con todas sus aristas que no tiene que renunciar a la complejidad de estar vivo. Me reconozco hecha de dudas, lecturas, experiencias íntimas, datos llenos de polvo, verdades personales, secretos. Traduzco mi maraña mental para saber quién soy, como quien en sus palabras edifica también un espejo.
Ensayar es pensar por escrito. Volcar la vida interior a la hoja en blanco. Si bien el ensayo académico tiene como objetivo específico el generar conocimiento dentro de una disciplina, el ensayo literario satisface la necesidad de no ceñirnos a las formas consabidas ni a los temas coyunturales. Es el placer de pensar sin agotar el tema, como dijo Torri. El ensayo como literatura no busca la exhaustividad ni el rigor, sino el estilo. Permite hablar de lo que en otros lugares no podemos, hacer lo que las formas habituales de comunicación del pensamiento no logran: la emoción que le falta a las tesis de grado, la tardanza, lentitud y engolosinamiento que no caben en un tweet. Abre una brecha distinta dentro del desierto de lo que Vivian Abenshushan llama “prosa enlatada”, esa escritura prefabricada que puebla las revistas, suplementos culturales y periódicos: reseñas sin calor, textos en serie que parecen comida rápida, escrituras que evitan los incendios.
Me gusta preguntarme, sólo por divertimento, si acaso existe un ensayo antes de Montaigne. Al menos debería haber vestigios de esa pulsión tan humana, la urgencia de expresar lo que germina en la cabeza. Quizá las coordenadas renacentistas lograron un diamante perfecto de subjetividad y perspectiva, lo que Giotto hizo en pintura; Montaigne, en palabras. Pero cuando leo El libro de la almohada que Sei Shonagon escribió en el siglo X siento que es esa misma voz de lo íntimo, me habla en un lenguaje cercano. No me sorprendo tampoco de ver antologadas algunas traducciones libres de Séneca en libros de ensayo. Hablar en el ágora o en la alcoba: tener que expresar lo que de otro modo resulta incomunicable.
¿Entonces eso es ensayo? Suelo toparme repetidamente con la misma sorpresa. No pocas veces me he encontrado con lectores asiduos de este género que ni siquiera saben que lo son. Se topan con él, lo disfrutan, pero no les pasa por la mente ponerle nombre o etiqueta a lo que leen. A mí me sucedió lo mismo. Solía pensar que eran libros inclasificables. Por eso me he obsesionado con la lectura, me intriga saber qué buscan sus receptores. Hay quienes le exigen formato APA, otros que buscan conocimiento y erudición, algunos más esperan respuestas. ¿Por qué al leer poesía distinguimos la figura del autor de la voz poética, pero en un ensayo nunca hablamos de la voz ensayística? Ambas escrituras del yo, leídas de forma diferente. Al ensayista algunos parecieran exigirle opiniones y responsabilidad sobre lo dicho, dígannos más, explíquennos, ¡comprométase! Citamos sin distinguir a la persona del enunciador. Hay quienes no permiten la invención en el ensayo, lo tratan como registro.
Yo opto por creer que la responsabilidad del ensayista literario, es decir, el que hace literatura de ideas, es meramente inventiva. ¿Por qué no animarnos a ver el mundo circundante como se nos antoje? Fusilamientos como espectáculos en la pluma de Torri, perversiones como soluciones políticas en la “Modesta proposición” de Swift, el instructivo como un género literario según dice Hiriart. Me refresca leer ensayos sobre minucias, asuntos diversos. Me gusta que me invite a pensar en cosas que, de otro modo, no hubieran llegado a mí. Ventila el encierro. En eso se parece a otras formas literarias: es capaz de llevarme a otras cabezas y otros mundos, desestabiliza las certezas con las que vivo, me divierte. Regreso a mis preocupaciones diarias con la suma de algo más. El ensayo literario me parece muy similar a la conversación. No importa lo que nos revele sino lo placentero de sus maniobras y giros. ¿Qué pasaría si a cualquiera de las pláticas que más hemos disfrutado le exigiéramos coherencia, verdad y método científico? Sería imposible hablar con otro sin divagaciones, exigiendo compromiso sobre cualquier palabra pronunciada, buscando lo útil y no lo dulce.
Las vías de escape me parecen necesarias. Para mí el ensayo es un ejercicio de imaginación, la escritura que se rehúsa a ser secuestrada por las formas y temas validados. Desde su libro originario se regodeó en ser misceláneo, en poder hablar un día de Heráclito y Parménides para después reflexionar sobre los olores. Por eso me suelo preguntar qué sitio tiene una escritura rebelde como ésta hoy en día. ¿Cuál es el lugar de la literatura del yo en un mundo selfie, de culto permanente a la experiencia individual? Deseo que el ensayo literario siga siendo el remanso para lo que somos y no puede habitar en ningún otro lugar, la exploración del yo que no cabe en un currículum, un post en redes sociales, un artículo académico, una fiesta familiar en la tarde de un sábado, lo impronunciable incluso en los sesenta minutos de terapia. Que me permita hacer de mí misma un “ego experimental” capaz de llevar el fuego a donde no existe, para iluminar, hacer arder, quedarnos ciegos.
Imagen: Jean Cocteau
Laura Sofía Rivero (Ciudad de México, 1993) es ensayista y docente. Obtuvo el Premio Nacional de Ensayo Joven José Luis Martínez 2020, el Certamen Internacional de Literatura Sor Juana Inés de la Cruz 2017, entre otras distinciones. Su libro más reciente es Enciclopedia de las artes cotidianas publicado por Ediciones Moledro. Actualmente estudia el Doctorado en Literatura Hispánica en el Colegio de México.
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