Un edificio enorme que tiene la característica de hacerse imperceptible, una de las grandes instituciones educativas que ha dado México enclavada en un área popular del centro de la Ciudad de México, un colegio que por su imponente presencia da nombre a calle, plaza y barrio. Así nos lo resume Gonzalo Obregón a finales de los años cuarenta del siglo pasado: "El Colegio de las Vizcaínas es uno de esos edificios que, si bien situados en el corazón de la Capital, sólo son conocidos por los turistas, los desocupados y los novios de las educandas. Si como monumento colonial yace punto menos que ignorado, como institución es absolutamente desconocido".
Durante la Colonia, las cofradías y hermandades van a desempeñar un importante papel económico y social. No nacen únicamente para ejercer obras pías y organizar procesiones, sino como sociedades de auxilio mutuo: los socios pagan una cuota semanal o mensual y, en caso de necesidad, la cofradía les suministrará medicinas, un entierro digno, una ayuda a la familia del fallecido. Hay cofradías para todos, de gente rica, de clase media y pobres. De potentados y zapateros. Una cofradía rica se embarca en grandes proyectos y una pobre encala la capilla y pone flores. A fines del siglo XVII nace una cofradía de originarios del País Vasco, la Cofradía de Aránzazu, algunos de cuyos integrantes son grandes empresarios (minas, comercio...).
Al finalizar el primer tercio del siglo XVIII, la Ciudad de México era la metrópoli más importante de las colonias españolas. Boato y fasto de los criollos que convivía con el abandono y la miseria de amplísimos sectores de la población. Y las mujeres, fueran de la clase social que fueran, vivían sin derechos, en el filo del desamparo, como aquí lo ha contado Ana Rita Valero. Es en ese contexto que la Cofradía de Aránzazu toma la decisión de erigir un colegio "refugio de donzellas y viudas para todas las que se hallaren estrechadas de las mesmas miserias por falta de medios o las que quisieren asegurar su onestidad, buena educación y costumbres, la haviten debajo de las reglas y buena conducta de una política christiana, razional y prudente" y solicitan al Ayuntamiento "debiendo ser el asunto y sumptuosidad de dicho edifizio consecuente a la presente constitución y opulencia de México y gran copia de nezessidades, discurriéndose sitio oportuno para su fábrica, en parte cómoda, sin disipar el capital que para su costo se ha juntado de los bienhechores, hemos a cordado ocurrir ala piedad de V.S. suplicando se digne conzeder la merzed de duzcientas baras de sitio a las goteras de esta novilísima ziudad, de los sitios que hoy se hallan inservibles e ynútiles (...) y así mismo pedimos una merced de agua que baste a proveer más de quatrozientas señoras mugeres de las calidades dichas que según su extensión podrán habitarle libres de penalidades".
No se les concedió el primer sitio en que se pensó levantar el Colegio, en lo que es hoy Avenida Juárez, pero sí el segundo, un solar de ciento cincuenta varas de frente "en la plaza o tianguis que llaman de San Juan" y dos reales de agua "de la que viene de los barrios del Hornillo y San Juan, por la atarjea de Chapultepec".
El regidor Medina Saravia así lo analizó:
"De dicha fábrica no se encuentra inconveniente alguno que sirva de disformidad a la ciudad, antes sí, executada con la sumptuosidad que espera de la generosidad de los Fundadores, la hermoseará notablemente y resultará el gran beneficio de quitar un muladar que se halla en dicha plazuela y sitio que se pretende, que además de evitarse por este medio las malas consecuencias que de él resultan, se obviarán también los daños que se experimentan de robos por el desamparo y ninguna población del sitio".
La construcción del Colegio durará dieciocho años. Además, los vascos tendrán que hacer respetar las dos condiciones que habían puesto para su erección y apertura: la total independencia del Colegio respecto a la autoridad eclesiástica (especialmente en lo relativo al gobierno interior y empleo de los fondos) y la independencia de toda autoridad civil. El edificio nace, al igual que otros conventos, hospitales y colegios de la época, con sesenta accesorias llamadas de taza y plato: cuartos amplios de techos altos, con tapanco; en la parte inferior el artesano o comerciante tenía su taller o negocio y en la superior, la habitación en donde vivían los "maestros" que enseñaban los oficios, y en algunos casos la familia. Estas accesorias no tenían acceso al interior del edificio, eran locales exteriores en renta, que producían ingresos a las instituciones.
En este rápido relato del origen del Colegio de las Vizcaínas observamos que
nace para dar refugio (y educación) a mujeres desamparadas, "donzellas y viudas... estrechadas de las mesmas miserias" o "las que quisieren asegurar su onestidad, buena educación y costumbres", "libres de penalidades";
se le conceden terrenos como medida de lo que ahora llamaríamos intervención o rescate urbano "de los sitios que hoy se hallan inservibles e ynútiles", "hermoseará notablemente" a la ciudad, "el gran beneficio de quitar un muladar" que evitará las malas consecuencias de "los daños que se experimenta de robos por el desamparo y ninguna población del sitio";
el edificio del Colegio nace con una doble función: en su interior, de refugio y educación de mujeres. El exterior, expresamente, como un centro comercial de la ciudad: sesenta accesorias con artesanos (maestros, oficiales y aprendices) y comerciantes, sesenta talleres y tiendas, carpinteros, sombrereros, barberos, sastres, zapateros, obrajeros, sayaleros, plateros, cordoneros, impresores..., familias de los artesanos y comerciantes. Más los compradores de bienes y servicios, proveedores de mercancías, etcétera.
La evolución de tal experimento —educación de la mujer, intervención urbana, zona comercial— a lo largo de 250 años es difícil de retratar para un texto de esta extensión. Sólo intentar atrapar el aire del barrio de Vizcaínas hace 180 años, hace 90 y 60 años, con fragmentos de tres de los grandes escritores mexicanos: Guillermo Prieto, Sergio González Rodríguez, Fernando del Paso.
Guillermo Prieto (1818-1897), nacido en la calle Mesones, a escasos metros del Colegio de Vizcaínas, uno de los mejores cronistas de un país que ha dado excelentes cronistas, publica con 35 años Memorias de mis tiempos. El siguiente extracto hace referencia a un suceso con un Prieto veinteañero, hacia 1840.
En el oleaje de ese conjunto desplegaba sus velas mi juventud. Así es que me consideré dichoso cierto día, que nada menos que el primer picador de la plaza de San Pablo me convidó para un bailecito casero, por el Tornito de Regina.
La espalda de la casa del baile daba a un callejón de vara y media de ancho que comunicaba la entonces extensísima Plazuela de las Vizcaínas, hoy limitada por una manzana de casas, con la calle de Don Toribio.
Daban a ese callejón altas ventanas de la casa en que se verificaba el baile, ventanas por la estrechez del callejón, como asomadas a un gran corral, que servía de paraje de arrieros, mansión de burros, caballos y recuas, lleno de estorbos, aparejos, carros despedazados, pesebreras, etc. (...)
Ardía el fandango, el entusiasmo erótico invadía las fronteras del delirio, el polvo colorado de los ladrillos que levantaban los bailadores hacía aparecer las luces como al través de las nieblas.
Yo no sé cómo ni dónde estalló una disputa: de las insultantes palabras pasaron a las manos; los catrines formaron falanje al peladaje lépero; las mujeres se convirtieron en furias, y aquellas fueron granizadas de puñetazos, aguaceros de palos, tempestades de blasfemias y desvergüenzas; volaban en todas direcciones platos, botellas y vasos entre nubes de puchas, rodeos y tiras de queso. Las luchas se habían empezado de cuerpo a cuerpo, a mí me tocó de contendiente un barbaján de cantería, con unos puños como de fierro. Yo me defendía luchando con todas las reglas; pero impaciente el jayán de no poder derribarme, me asió debajo de las arcas y me lanzó por la ventanilla descrita que daba al corral de las Vizcaínas.
Aquel estupendo e inesperado vuelo fue un vértigo para mí. Afortunadamente, después de mi escapada aérea caí en un montón de estiércol, pero desapareciendo como en un lago. Me ahogaba, salí a flor de estiércol, pero entre las risotadas de burla, escupiendo, asqueado y molestísimo, al extremo que un mes después no podía comer a mi gusto por el sabor maldecido que me dejó mi aventura.
Sergio González Rodríguez (1950-2017) escribió novelas, pero dejó excelentes ensayos (El Centauro en el desierto, Campo de guerra) y crónicas (Huesos en el desierto, El hombre sin cabeza). En 1988 publicó el ensayo Los bajos fondos y años antes había sacado artículos relacionados con el tema, como En el antro, Regreso al antro y Los áridos treintas de donde viene el siguiente párrafo.
Las calles de Meave, Echeveste, Aldaco, Vizcaínas, Ave María, Pajaritos, El Organo, Cuauhtemotzín constituían en los años treinta —con multitud de cantinas, teatros, carpas, cabarets, centros nocturnos y prostíbulos— el paisaje nocturno de una sociedad en reflujo de la movilidad y los acomodos después de años de guerra civil. La inversa trinidad simbólica de la prostituta, el cabaret y la sífilis expresará, por la eficaz tarea que en la mentalidad colectiva juegan las canciones —las de Agustín Lara en primer término—, las películas —el cine mexicano sonoro arranca en 1931 con Santa dirigida por Antonio Moreno— y los relatos moralizantes, el cimiento de un edificio perdurable.
Fernando del Paso (1935-2018) publicó con 42 años su segunda novela, Palinuro de México, las andanzas de Palinuro, estudiante de Medicina, por la Ciudad de México, para decirlo en corto. Una de las grandes novelas mexicanas del siglo XX, para algunos la gran novela del 68 para otros un inmenso poema sobre el amor, la muerte y el cuerpo humano, Premio Rómulo Gallegos en 1982 y en 1985 Premio al Mejor Libro Extranjero en Francia. El barrio de Vizcaínas es uno por donde deambula Palinuro.
Para ello, irían a la misma calle de Las Vizcaínas, donde se alborotaban las médulas de los cargadores y los carteros dejaban sus mochilas a la mitad de las calles o de las escaleras para entregar a las pirujas una carta de amor a primera vista. A esta calle llegaban también, cada ocho o quince días, los médicos de Salubridad y abrían de piernas a las putitas para recetarles antibióticos y coitos de emergencia. Los estudiantes tenían, por lo general, sus horas de visita. Aquellos que por primera vez se lanzaban a cabaretear al ritmo amargo y frenético de la cerveza y de la Obertura de Poeta y Campesino, elegían la medianoche, caminaban del brazo arrastrados por las tufaradas a pescado fresco y se aparecían en palomilla con las manos llenas de promesas. Estos eran los estudiantes troyanos que estaban siempre listos para presentar armas. Otros muchachitos, los de secundaria, que aún empuñaban su sexo en son de alegoría, llegaban como un florilegio puntual a la hora del cartero y de los vendedores de cepillos, paseaban sus corazonadas lampiñas por la acera de enfrente y desde allí contemplaban la fila de puertas y ventanas. Algunas pirujas les enseñaban de una vez por todas el estupor recién talqueado y otras algún pecho de emperatriz o un par de muslos donde un sacerdote había perdido el alma y la dentadura. Las mujeres los llamaban por el color de su pelo y de sus suéteres, y ellos fingían que no las escuchaban. A la salida de la escuela eran rescatados por las colegialas de uniformes heráldicos y se iban diciendo el amor en voz baja, tocándose apenas la punta de los deseos. Al mediodía llegaban los borrachos que se orinaban en las calles sin piedad y los camiones de fumigación que recogían a las ratas, muertas de un taconazo plateado. Hacia las cuatro o las cinco, era el turno de los pequeños horticultores que habían vendido sus cosechas del día en La Merced o Jamaica. A las nueve o diez de la noche, llegaban los agentes viajeros que les regalaban a las muchachas un dominó en miniatura, chocolates de plástico o relojes de arena que provocaban su admiración durante un minuto de silencio. Cada día veintinueve se aparecían los empleados del Banco de Comercio, del Banco Nacional y del Banco del Atlántico después de balancear las cuentas de cheques y la fidelidad conyugal y si no muchas veces cuando menos una, llegó a Las Vizcaínas una ambulancia para llevarse a la Morgue a una prostituta muerta: un desconocido destapador le había abierto el vientre con un trozo de espejo en busca, quizás, de una nueva imagen.
Doscientos cincuenta años, una Independencia, una Reforma, una Revolución vividas a un kilómetro de Palacio Nacional. Sismos, inundaciones, un crecimiento exponencial de la población. Y en el último minuto de la era precovid-19, el anuncio del Gobierno de la Ciudad de México de un Plan de Recuperación del Centro Histórico 2020-2024, que incluye el Proyecto urbanístico de Vizcaínas en 44 000 metros cuadrados y alrededor de 50 000 metros cuadrados de oficinas.
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