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Arte y compostaje: por una poética residual



Daniel Escamilla nació y creció en el valle de Matlatzinco, que es el nombre original de Toluca, una ciudad en la que todo lo que sale de la estrecha norma está condenado a ser tildado de monstruoso. Pese o debido a ello estudió arte. Luego cursó su maestría en estudios críticos.

En la escuela de arte le enseñaron, además de las técnicas para pintar y esculpir, historia del arte y estética, pero no cómo poder labrarse un camino para transitar por los senderos que proponen las grandes galerías y los museos como el único destino anhelable para ser artista. Fue desde la distancia crítica desde donde aprendió a gozar de la versatilidad que hoy caracteriza su producción.

Pinta con clorofila, antocianinas, betacianas y cartenoides. Crea perfomances. Tatua. Filma procesos de polinización. Crea podcasts. Ejerce de curador, un oficio que él concibe como una suerte de mayéutica para acompañar a obras y artistas. Diseña jardines e investiga la naturaleza. Pero nunca se ha querido meter en el terreno de su padre, la biología. Él no domina los nombres de las plantas que sin embargo sabe cultivar. Lo suyo es dialogar, observar, propiciar y luego conjugar o jugar con otros.

Le gustan muchas cosas, pero su verdadera pasión es la composta. La aprendió a hacer desde muy temprano. Hoy, con casi 30 años, la ve como una metáfora desde la cual se puede especular en el sentido literal y figurado del término: verse reflejado en un espejo y lanzarse a pensar sobre los posibles futuros y pasados. La composta es una gran generadora de vida. De ella nace el humus, que es esa capa de tierra donde prospera la vida y que se emparenta etimológicamente con el ser humano.

Lo hemos querido invitar a Jardín Lac para charlar con ustedes y presentarnos algo de sus trabajos como artista plástico y generador de podcast. Daniel es un artista plástico al que le gusta el arte de la plática. Sólo fue necesaria una pregunta para detonar esta charla que hoy compartimos.


Daniel, desde cuándo y por qué te atrae la composta.


La composta fue quizás mi primera reflexión sobre los procesos de vida y muerte. Composté por primera vez en el kínder, a mis tres o cuatro años. Tomábamos turnos para participar de la preparación de la comida y parte del aprendizaje de cocinar era también el de compostar. Después abonábamos nuestro huerto con el humus de nuestra composta. Hacerlo se me fue haciendo tan básico como hacer agua de limón.

Con el tiempo he comprendido que fabricar composta es una técnica propiamente humana. En sus misterios se trasluce el humus como una metáfora potente. Si el humus, la tierra que pisamos, nos otorga la categoría de humanos, entonces estamos frente a una tradición que tiene mucho por contarnos a propósito de nuestra experiencia humana.

¿Qué nos hace humanos? ¿Qué es propio de las, les, los humanos, humanes, humanas? Diría, de entrada, que somos seres humanos porque somos residuales. Es a partir de nuestros residuos que entendemos y vivimos las experiencias humanas. Hay tradiciones que comprenden bien esto desde hace mucho tiempo. Desde la filosofía hasta la medicina, el psicoanálisis o el arte. Nos reconocemos en distintas metáforas, en distintas jergas y tecnicismos; figuras que vamos modificando y llevando de un campo de sentido a otro.

Hablamos de culturas y semillas híbridas, de sistemas respiratorios o planetarios o incluso de ecosistemas, de rizomas en los tubérculos y en el pensamiento postestructuralista. Cada tradición ofrece metáforas muy particulares y el compostaje no es la excepción.

La metáfora, el desplazamiento del sentido en relación con el uso habitual de un signo, hace visibles rastros en los que se lee la impronta que deja este movimiento a su paso. Un relámpago que, en medio de la noche del ser, arroja luz sobre aquello que constituye nuestra experiencia humana. Un pequeño desplazamiento de sentido hace visible cómo es que se sostiene nuestra experiencia sensible con el mundo.

Somos seres complejos, un conjunto de relaciones históricas, de flujos de vida acumulados en el cuerpo y en el alma. Somos la suma de procesos y tiempos y relaciones. Todas ellas de manera simultánea, en tiempo presente. Como la composta, ese espacio de relaciones entre cuerpos, tiempos y procesos de vida que resultan en la obtención del humus: lo humano, el medio en el que inicia, se abona y termina el incesante ciclo de la vida en la tierra. El barro tras el soplo de vida. Creo que el ser es como el humus: reconocemos en él diferentes tiempos acuerpados cuando se nos muestra en el presente.



La composta, igual que el ser, es un espacio que acuerpa relaciones de vida imbricadas en el tiempo. El mismo tiempo que sostiene nuestro diálogo. Entonces la particularidad de cada composta dependerá de los residuos que la conforman de maneras únicas a través del tiempo.

Finalmente, en términos de representación -de nuevo, una categoría residual-, no hemos dejado de explorar la capacidad de representación de la tierra: desde las venus del paleolítico tardío hasta el dispositivo digital más reciente, todas estas formas con las que mediamos nuestra experiencia del mundo siguen dependiendo de cómo manipulamos tierras. Es más, hay un tipo de minería de metales que ya no dinamita suelos sino que compra lotes de chatarra tecnológica para separar los minerales que usarán para producir nuevos dispositivos. Seguimos manipulando tierras desde diferentes técnicas para probar nuevas formas de ser en el mundo. Creo que no hemos agotado las metáforas que nos ofrece el humus.


Quizás por eso pinto. Entiendo la pintura como esa categoría residual -casi diría que testimonial- cuyo sentido mnemotécnico está dado por la relación con el color y las formas que se hacen visibles cuando lo manipulamos. De nuevo, desplazamientos de sentido. Y como soy radical, pinto desde la raíz. Es más, desde la semilla misma. Pinto con medios tradicionales como el acrílico, el óleo o la acuarela, pero también pinto con el polen o los pétalos de flores cuya genética he procurado los últimos años. Pinto con fotografía pero también pinto con jardines comestibles. Pinto con tatuajes pero también pinto con vermicomposta. La pintura se esconde dondequiera que haya luz y materia.

Hace algunos años empecé a cultivar la tierra como parte de mi quehacer como artista. Empecé, como todo agricultor, por la tierra. Regresé a la práctica del compostaje veinte años después de haber compostado por última vez. Y comprobé una vez más que la técnica se aprende con el cuerpo, de una vez y para siempre. El conocimiento seguía esperando en el mismo sitio donde lo dejé. Y como soy telúrico, me concentro en la tierra.

Trabajar la tierra me hizo reconocer formas no humanas: de existencia, de inteligencia, de cohabitabilidad, de vida. San Francisco de Asís hablaba de tocar la tierra. Yo reparo en la humildad: esa capacidad de ser humanos, de ser humus. Es que pasa algo bien lindo con humus. Si es ahí donde compostamos nuestros cuerpos, entonces opera allí una enmienda, una conciliación, un manera de componer nuestra humanidad. De reconciliarnos, pues. Volver a hacernos una pieza de barro; volver a darnos un soplo de vida. Hacer tierra.


Quiero pensar que pertenezco a la época de la humanidad que hace las paces con su residuo, la humanidad que se reconoce en su condición en vez de correr de ella. Pertenezco a la época que reconoce la vida como una multiplicidad de puntos de vista. Pertenezco a los jardines: esos espacios destinados a la indeterminación para que ocurra la vida. El devenir como único origen. Formas y colores en el tiempo.

Los primeros jardines que trabajé fueron completamente comunitarios: los crecí para la resistencia política. En una de las ciudades con las rentas más caras del planeta destiné espacio, metros cuadrados rentables en el mercado inmobiliario, para crecer plantas que alimentaran especies locales, incluidas mi pareja de entonces y yo mismo.

¿Qué podrían hacer los colibríes sin flores? ¿Buscar un empleo? ¿Rentarse para trabajar? ¿Quién se hace responsable de los cuerpos no humanos en la ciudades como la nuestra? Se cree que hay cerca de 23 millones de perros callejeros en México. En su capital se asesinan cerca de 10 mil canes por mes. Son números alarmantes. Estas son las pandemias y los ecocidios de los que no se habla. ¿Quién narra y a quién le importa la historia de vida de un perro callejero? ¿Por qué hemos normalizado a tal grado sus muertes? Si hacemos el mismo ejercicio con cada especie del planeta entonces veremos que el capitalismo es la administración de la muerte. Lo vemos claramente en la pandemia: los estados deciden quiénes morirán primero y por qué.

Entonces encontré que la llamada Historia del Arte recupera una serie de relatos para los que las personas humanas ocupamos el centro de la representación. Prácticamente todas las categorías de representación están dadas por el punto de vista de lo humano. Claro que hay sus grandes excepciones pero suelen quedar al margen de la llamada Historia del Arte (por eso yo prefiero hablar de los relatos de las historias del arte, en plural y en minúsculas). ¿Cómo podríamos estar en el centro si nuestra vida se sostiene por la de otras especies? Muchas sociedades precapitalistas representaban personas humanas completamente vinculadas a otras especies.

¿Por qué la nuestra cree que se cuece aparte? No lo sé y poco me importa. Lo importante para mí es enmendar nuestras formas de pensarnos y representarnos. Por eso me interesa retratar seres en espacios: árboles, volcanes, lagunas, ríos, montañas, mitologías, toponimias, escrituras, cuerpos. Todas ellas son formas de ser en el presente. Se puede existir como personas pero también como piedra, ave o lluvia. Se trata de seres que componen nuestra experiencia del mundo, son parte nuestra.

Mi labor como docente me ha llevado a estudiar el arte del paleolítico y del neolítico. Me pregunto por los primeros signos, ¿Qué sentidos articulaban? ¿Qué nos dicen con respecto del culto, del cuidado, del cuerpo? ¿Qué repeticiones se hacen presentes desde las miradas y lecturas contemporáneas?

Hacia allá he transitado con mi obra en términos generales. Creo que en las primeras sociedades estaba muy asumida esta forma de ser en conjunto que se hace visible en la noción del ubuntu de la filosofía sudafricana: soy porque somos en conjunto. Como un jardín, como el jardín planetario. Por eso he incorporado la conciencia de otros seres en mis técnicas de representación: represento con sus cuerpos, en sus cuerpos, con mi cuerpo, en mi cuerpo.


Este es un buen punto para hablar del tatuaje, otro de esos juegos de signos y técnicas en los que la piel es un territorio de sentido, un verdadero atlas. La pandemia y otras crisis personales me llevaron a habitarme de modos inéditos. La relación con mi cuerpo tomó un vuelco inesperado. Dejé atrás el dolor de la vida y me pienso desde lugares en los que mi cuerpo es quizás mi única casa, mi verdadera pertenencia en la vida, mi tierra y mi mundo llevados a cuestas.

Entiendo mi ser como lo que hablaba al principio: esa amalgama de ruinas en las que se esconde la impronta del paso del tiempo y de cómo lo he habitado. Soy mi milpa, mi semilla, mi memoria, mi flor. Y, quizás en la misma medida, soy milpa, semilla, memoria y flor. De momento tengo mi cuerpo, mi tiempo, mi historia y lo que haga con ello. Pero todo lo que soy lo soy en el presente siempre cambiante. Porque así se muestra la vida: sucede y se sucede.

Entiendo el tatuaje como la escritura de un signo en la cara visible de un cuerpo que en este caso resulta ser mío. Cada tatuaje es un reclamo de autonomía y pertenencia sobre este cuerpo que habito. Es mi álbum de cromos en la vida, el jardín de signos que me acuerpan.

Los primeros años pagué porque me hicieran tatuajes pero luego me compré una máquina y empecé a tatuar. Ahora estoy incursionando en la técnica de handpoke, en la que se clava la tinta de forma manual, sólo con la aguja y la mano. Probablemente es la forma más antigua de practicar la técnica. Y, después de algunos años de tatuar con máquina, reconocí en el handpoke toda una nueva forma de ser tatuador, de dialogar con la tradición. Al mismo tiempo, el tatuaje me ofrece una nueva forma de ser artista y de dialogar con la tradición del arte. Igual que la jardinería, el compostaje, el ciclismo, la escritura.

Con el handpoke se me presentó un ritmo más propio, mucho más lento que la máquina. También la escala de tamaño disminuyó. Y está bien. Soy partidario de la escuela del decrecimiento. Esta es mi escala, de este tamaño es mi jardín. Si el capitalismo nos quiere insatisfechos, vale la pena encontrar la escala propia como una medida de satisfacción.


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