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José Manuel Velasco

Malinalco: florido jardín novohispano



Enclavado en el corazón del Estado de México, el Convento Agustino de la Transfiguración en Malinalco resguarda uno de los tesoros más singulares del arte novohispano: un conjunto de murales realizados en la segunda mitad del siglo XVI que —hasta los años setenta del siglo pasado— permanecieron ocultos bajo gruesas capas de encalado. Atribuidas a tlacuilos nahuas, estas pinturas representan un exuberante jardín mestizo en donde coexisten la flora y la fauna europea y americana. Hoy, gracias al trabajo de investigadoras como Gisela Von Wobeser y Jeanette Favrot Peterson, sabemos más sobre el valor de estos murales que, entre otras cosas, sintetizan el encuentro de diversos legados estéticos, e iluminan la compleja red de intercambios idiosincráticos del período colonial.



Por mi parte, la primera vez que escuché sobre estos murales fue durante la prepa, en mis clases de Ecología y Medioambiente. Justo en la introducción del libro de texto se hablaba de un jardín que —en su abigarramiento— condensaba una serie de relaciones biológicas, fundamentales para comprender de qué iba aquel asunto de la ecología. Aunque el libro carecía de imágenes, algo del entusiasmo del autor se me quedó dentro. No sé si fueron las descripciones o si fue la manera en la que Leonardo, nuestro profesor, se apropió de aquellas palabras para hablar de los procesos de interdependencia entre especies; el caso es que desde entonces comencé a hablar de los murales de Malinalco como si los conociera a detalle.



A pesar de esta fascinación, tardé más de veinte años en visitar el convento que alberga estas pinturas y, cuando finalmente lo hice, verifiqué por qué éstas eran un motivo pertinente para abrir un curso que discurría, entre otros asuntos, sobre la interrelación de los sistemas vivos: un curso que pretendía esclarecer cómo es que algunas especies sobreviven a costa de otras (parasitismo), cómo algunas se ayudan mutuamente (mutualismo) y cómo algunas más obtienen beneficios sin causar ningún daño (comensalismo). Sin duda, esos mismos conceptos podían aplicarse a los intercambios y avasallamientos socioculturales del período colonial. Al igual que en los ecosistemas naturales, cada sociedad podía entenderse como el escenario de un conjunto de interrelaciones que, en el mejor de los casos, devenían en mutaciones capaces de contribuir al equilibrio y a la armonía de la colectividad.

Me parece que en el caso de Malinalco esa mutación fue, primordialmente, de orden estético. Del encuentro entre distintas cosmovisiones y legados surgió algo nuevo: algo que aireó las viejas formas europeas e hizo evidente la fecundidad de los acoplamientos imprevistos. Allí, en el convento agustino de la transfiguración, hubo un salto evolutivo que se materializó en una obra cuyas tensiones y ambigüedad dinamitan los relatos dicotómicos y esencialistas, tan frecuentes en la interpretación de esta etapa histórica.



En estas pinturas, la mezcla de tradiciones, imaginarios y sensibilidades (que abarca a los gobelinos flamencos, la heráldica renacentista y la estética náhuatl) dio pie a algo fresco y singular. Tarde o temprano, quien se expone a estos murales acaba por percibir la fuerza germinal de un jardín con reminiscencias bíblicas, pero enraizado en el altiplano mexicano: un jardín nutrido —simultáneamente— por el impulso utópico de los misioneros y colonizadores europeos y por el territorio y el paisaje de los pueblos prehispánicos. Como sucede en momentos de ruptura, antes que la corrección técnica o la transmisión de un canon, aquí se antepone la expresividad y una gestualidad propia: el conjunto es dinámico y excesivo, y se recrea en la diversidad de especies, entre las que se distinguen tlacuaches, búhos, venados, garzas, serpientes, colibrís, monos arañas, matas de acanto, granados, vides, magnolias, clavelinas, zapotes, alcatraces, nopales, conejos y vainas de cacao.



Sin embargo, más que una reseña del lugar, lo que me interesa aquí es hacer un pase de estafeta y compartir mi entusiasmo por estos murales raros y hechizantes, un entusiasmo que se reactivó hace unos meses durante mi primer visita a Malinalco, en la que finalmente pude ver y fotografiar las pinturas. Entre otras cosas, no me extrañó descubrir que otras copias de ese mismo jardín —cada cual mejor o peor ejecutada—han sido reproducidas en lugares tan extravagantes como los soportales de una tienda Elektra, en el comedor de un hotel o en las puertas del baño de un café.


Es claro que al final, ya seamos monjes, comerciantes o vagabundos, todos anhelamos un rincón del paraíso.



José Manuel Velasco es bibliotecario y gestor cultural. Editó la antología Viajes al país del silencio, editada por Gris Tormenta y ha colaborado en medios como Nexos, Tierra Adentro, la Ciudad de Frente y la revista Chilango. 


 

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