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Michèle Petit

El arte de preservar un espacio poético: Sempé


Vivía cerca de mi casa, en París. Lo veía de lejos a veces, sobre la avenida Montparnasse. Nos dejó el año pasado y era un gran artista, Jean-Jacques Sempé. En Grecia, para decir que alguien se fue de este mundo, se dice a veces: “ya lo escribió, su poema”. Sempé dibujó el poema que puede ser la vida a pesar de la adversidad. Había pasado una infancia espantosa, en la que llovían los golpes, en que reinaba el alcohol. “Era lúgubre y un poco trágica” habría de decir él. Supo resistir a la desesperanza en la que hubiera podido caer y nos enseña eso, el valor de preservar día tras día un espacio poético, incluso si todo parece oponerse a ello. Como esa pequeña que brinca la reata riendo, en lo alto de un techo, entre los rascacielos, en Nueva York, Tokio o São Paulo.

Representó esta escena con todo tipo de variantes: una joven bailarina, entregada a su felicidad, también en medio del caos urbano; un hombre que mira un cuadro en la vitrina de una galería, indiferente a los miles de autos detrás de él; una señora que vuelve del mercado y se detiene a leer en un pequeño parque, subyugada; unos músicos tocando juntos en un departamento.

Puede que haya sido testigo de semejantes escenas, porque ahí están, a nuestro alrededor, basta con abrir los ojos. En cualquier caso, sus dibujos me recuerdan escenas a las que yo he asistido. Como aquel día, cuando niña, en que oí un gran ruido en la entrada del departamento y corrí a ver qué pasaba: mi madre, al volver del mercado, había soltado sus canastas, cuyo contenido estaba esparcido en el piso. Caminaba de manos, en medio de las frutas y las legumbres.


Sempé representó también personajes que caminan con las manos, en una playa, que ríen solazándose. Dibujó muchas playas, riberas, en las que unos niños habían construido castillos, fortificaciones para protegerse de las tormentas. En las que bailaban en grupo con las olas. En las que van, enamorados, con paso alegre, como Charlie Chaplin y Paulette Godard al final de Los tiempos modernos, para conseguir un lugar en medio de las sombrillas coloridas.


Se me viene otra escena en la que creí estar en un dibujo de Sempé. Era una noche, hace algunos años, en Medellín. En esa ciudad, que por mucho tiempo fue considerada como una de las más peligrosas del mundo, me encontraba en un auto que me llevaba de vuelta a mi hotel. A mi alrededor, el estruendo de los cláxones sonando, de los incesantes vallenatos, de los autobuses transportando a la gente que volvía del trabajo, apretados entre sí, de pie durante horas. Pensaba en la inmensa paciencia que necesitaban los seres humanos para soportar esos monstruos urbanos, su tráfico, el aire que se respira allí.

Había caído la noche, avanzábamos por una especie de autopista que subía y bajaba. Y en el centro de los cruces viales, del caos, de los edificios negros de hollín que habían crecido aquí y allá, de pronto, en un piso alto, una sala clara, iluminada. En esa sala, como si fueran sombras chinas, tres bailarines de ballet, vestidos de blanco, ensayaban con gestos muy hermosos, muy lentos. Tres bailarines que ponían el tiempo en suspenso y preservaban unos cuantos segundos de eternidad, de belleza, mientras que el mundo seguía su carrera loca.


En cada uno de nosotros existen calles en las que se corre, bulevares sin alma, estruendo, y también espacios tranquilos, poéticos. Esos espacios, debemos a toda costa protegerlos, multiplicarlos, porque todos tenemos derecho, desde la más tierna edad, a lo “esencial inútil”, a la ensoñación, a los jardines, a esas riberas que evoca Tagore en La ofrenda lírica:

“[...] En la ribera de los mundos sin fin, unos niños se reúnen con danzas y gritos. Construyen sus casas con arena; juegan con caracolas vacías.
Con hojas marchitas aparejan sus barcas y las lanzan, sonriendo, al mar profundo.
Los niños juegan sus juegos en la ribera de los mundos…”

Para abrir esos espacios en nosotros, y entre nosotros, se pueden tomar varios caminos, los mismos que Sempé representó tantas veces: el juego, el amor, el arte en múltiples formas, la literatura oral o escrita, las ciencias cuando son poéticas, los paseos, la delicada atención prestada a lo que llamamos la naturaleza, la observación entretenida del teatro cotidiano de los seres humanos…


Daniel Goldin me dio a conocer a un artista belga que vive en México, Francis Alÿs. No sé si Alÿs conocía el dibujo de Sempé que representa a la niña brincando la reata (es probable), pero filmó exactamente la misma escena en Hong Kong, una de las ciudades más densamente pobladas del mundo, con tres niñas brincando la reata y riendo en un techo. Alternadamente ejecutan proezas individuales y luego se coordinan en un mismo ritmo, con mucha alegría y complicidad.

Alÿs filmó también a niños iraquíes jugando futbol con un balón imaginario; un pequeño congolés que, cual Sísifo actual, empuja una vieja llanta hacia lo alto de una colina, se mete dentro de ella y baja la cuesta rodando; docenas de juegos de niños y niñas que crean invenciones, en contextos a menudo sórdidos, en grupo y con cosas de lo más insignificantes: pedazos de espejos rotos, sillas viejas, un cordón, caracoles. Y que en algún momento se ponen a cantar.


No son sólo los niños los que preservan estos espacios contra viento y marea. El día en que escribo estas líneas, leo en la prensa que en China, en las grandes compañías “tecno” –las de las nuevas tecnologías– un número cada vez mayor de jóvenes renuncian a empleos que los obligaban a llevar una vida sin reposo, que ya carecía de sentido (Le Monde, 26/8/2023). Y no sólo renuncian, sino que cuando lo hacen organizan fiestas. Mientras que en la calle y en las empresas hay banderolas que exaltan la rentabilidad y hacen un llamado a “alzarse las mangas de camisa”, ellos cantan a coro “¡Feliz renuncia!”. Es un fenómeno semejante al observado en Estados Unidos y Europa, iniciado antes de la pandemia y reforzado por ésta.


Antes, me compraba bolsos de lujo para compensar el estrés del trabajo. Pero no necesito de tanto para vivir” decía una mujer joven. En redes sociales, comparten consejos de austeridad: irse de las grandes ciudades en las que el costo de la vivienda se ha vuelto prohibitivo, tomar trenes nocturnos, hacer su propia cocina... Juegan con sus hijos, ven a sus amigos, viajan, toman fotos, se ocupan de sus plantas.

Hoy en día vivimos en un mundo muy brutal, muy descompuesto, pero la vida resiste. Si por momentos lo olvidamos, para recuperar el ánimo y el afecto, existe un remedio: abrir un libro de Sempé.


 

Michèle Petit habla ampliamente de lo “esencial inútil” en su libro Somos animales poéticos, editorial Océano Travesía, Colección Ágora, 2023, y recomienda volver siempre a la obra de Graciela Montes, La frontera indómita: en torno a la construcción y defensa del espacio poético, México, FCE, 1999.

 

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