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  • Vivian Abenshushan

Colectivizar las bibliotecas personales


Un artefacto hospitalario y misterioso § Mario Cruz López


Hace dos años, durante el confinamiento de la pandemia, mi madre comenzó a perder la vista. Para alguien como ella que dedicó su vida a la edición, esa borradura, esa pérdida de foco, ensombreció su relación con el mundo. Cada vez que se sentaba con un libro entre las manos, cientos de preguntas golpeaban sus ojos desde el interior. No podía leer, las letras y el sentido de las palabras se le esfumaban. ¡Deberían publicarse libros con letras grandes para gente como yo!, me decía. El diagnóstico no fue, por fortuna, terrible: tenía cataratas. Operaron uno de sus ojos y después de una convalecencia de varios meses y cuidados, volvió a ver. Pero algo se perdió en el camino. Mi madre dejó de salir a la calle como hacía antes, con esa autonomía risueña que siempre le admiré. Sus desplazamientos se volvieron vacilantes, como si una vulnerabilidad nueva, la vulnerabilidad de la vejez, se hubiera hecho más presente. ¿Cómo acompañarla en este momento titubeante? ¿Cómo desafiar el aislamiento al que esta época despiadada y vertiginosa condena a las mujeres mayores?


Quizá regalarle un libro (¡un libro más!) no era una buena idea. Y, sin embargo, se lo regalé. Porque no se trataba de un libro cualquiera, sino de un objeto singular, una biblioteca portátil que era también un fichero de hojas sueltas, un artefacto hospitalario y misterioso. Se trata de Habitar la biblioteca, una cajita de cartón (tan frágil y por eso tan potente) hecha de historias personales, de afectos e intimidades, de rincones iluminados por una comunidad indomable de lectoras, trece mujeres de distintos territorios y disciplinas (curadoras, bibliotecarias, artistas, libreras, editoras) convocadas para escribir sobre sus relaciones con bibliotecas perdidas y reconstruidas, desembaladas y vueltas a embalar, bibliotecas del polvo, del aire, de la infancia, de los amantes. Cuando le extendí el objeto, mi madre y yo estábamos sentadas alrededor de su comedor. Yo intentaba hacerle plática, pero muy pronto ella dejó de escucharme. Se había enfocado en otra cosa, como si una ráfaga de curiosidad hubiera desentumido de pronto sus hermosos dedos artríticos: durante varias horas ella se dedicó a extraer y desdoblar papelitos, a leer los cuadernillos que configuran este libro que es muchos libros, con un interés, una delicadeza y una atención que no le había visto en mucho tiempo. Se había reencontrado, al fin, con otras buenas compañías, sus iguales, mujeres que han hecho del libro más que un objeto, un vínculo. Ella estaba de nuevo absorta, entregada a la lectura. Yo la miraba en silencio.



Habitar la biblioteca es un dispositivo de lectura que nos interpela y contagia de inmediato con su alfabeto de gestos materiales: en lugar de un libro cosido y con lomo, en lugar de la secuencialidad del discurso y las hojas numeradas, esta compilación se organiza y desorganiza en una serie de folders habitados por hojas de tamaños y colores diversos, tipografías variables, trazos, manuscritos, dibujos, tarjetas, mapas, posters desplegables. Manipularlo nos hace meter las manos en el mundo. Nos recuerda que, a pesar de la abstracción digital generalizada, somos un cuerpo y que la lectura es un tipo de relación material con la realidad sensible.

Ese es el gesto micropolítico de Habitar la biblioteca que imantó la atención de mi madre: reconocer, en su propia manufactura artesanal, en su objetualidad, que nuestras bibliotecas personales son sitios “creativos, vulnerables, abiertos y en constante construcción”.

Walter Benjamin habría quedado fascinado entre las secretas vías subterráneas que se abren en esta biblioteca, como hacía con su colección de juguetes en miniatura y libros infantiles, donde era posible encontrar todo lo imaginable, libros de estampitas para insertar figuras, aún no tocados por producción industrial. Esos libros ya no existen, pero siempre vuelven. Habitar la biblioteca es también eso: un mundo inmensamente pequeño que guarda rastros de otros espacios y tiempos, genealogías y metamorfosis de bibliotecas afectivas en las que podemos reconocernos, porque parecen susurradas al oído. “Historias mínimas, que no son mínimas”, como subraya Sol Henaro en su ensayo, “Rememorar”, donde rastrea su relación con los archivos y recuerda a su abuelo linotipista. No hay nada pretencioso ni grandilocuente en este fichero y, sin embargo, sus ensamblajes son infinitos.

Aquí la biblioteca es un bosque que es una cocina que es un quipu que es un grimorio que es un ritual que es un gabinete de curiosidades.

Desarmarlo y volverlo armar es entrar en el juego de las relaciones oblicuas. No importa cuánto nos empeñemos en guardar los folders en orden, este fichero afirma que todo tiene aquí la misma categoría; el saber que organiza la ficha no conoce jerarquía alguna”, como escribió Erdmunt Wizisla al describir el archivo de Benjamin. Esa falta de jerarquía es también una política (y una epistemología) feminista, distinta a las retículas cartesianas que deciden cuáles saberes cuentan y cuáles no. Sugiere que una biblioteca viva es aquella que puede reordenarse cada vez gracias al deseo de las usuarias. Todas las que acumulamos libros sabemos que a pesar de nuestra obsesión por clasificarlos (ya sea por categorías disciplinares, temas, tamaños, centros de interés, ediciones o anomalías), la biblioteca es un organismo que tiende a la disgregación. Pero es en el desorden donde el azar propicia otros encuentros. ¿Sería ese el sueño de una biblioteca mutante, una biblioteca que no se definiera por el crecimiento acumulativo de saberes, sino por su reubicación, su inestabilidad, sus montajes renovados?

La movilidad interior de Habitar la biblioteca representa esa cartografía abierta, quizá una metáfora de la biblioteca por venir, dispuesta a incorporar las más diversas formas de leer el mundo.

Pienso, por ejemplo, en la pieza de Gwennhael Huesca Reyes, “Pulsión de código”: una hoja doble carta donde se despliegan, como un collage, frases sobre otros actos de lectura: leer las nubes, leer el movimientos de las hojas de los árboles, leer el golpe del mar en las rocas, los rastros en la nieve, las líneas de la mano, el movimiento de los labios. En “Objeto encontrado”, la fotógrafa Patricia Lagarde también propone un método de investigación heurística a través de un catálogo de objetos econtrados entre las páginas de sus libros. Cada objeto es clasificado junto con una cita de la página donde se encontró, creando concatenaciones enigmáticas. Como esa “hoja seca, ocre, oblonga” descubierta en la página 174 de Sobre la fotografía, de Susan Sontang, donde se lee: “Poseer el mundo en forma de imágenes es, precisamente, volver a experimentar la irrealidad y lejanía de lo real.” ¡De qué manera aparece ahí no sólo lo ya conocido sino lo inédito, lo inesperado, lo que aún no tiene nombre! El ensamblaje, entonces, nos permite leer lo nunca escrito. Algo similar sucede con la palabra deconstruida de Fernanda Aránguiz, una serie de papelitos con trozos de letras que guardan un sentido secreto para quien participe en el juego del lenguaje como “una forma abierta al infinito” y del libro como “un soporte de encuentros”.


Haciendo pública la biblioteca personal § Mario Cruz López


En la intimidad de estas lecturas, se desbordan los andamiajes de la biblioteca como institución, porque este acervo incorpora la historia de unas vidas transcurridas. Así sucede en la pieza extraordinaria de Javiera Barrientos, “Elegía a las bibliotecas perdidas”, un ensayo construido con retazos de textos cruzados. En uno de ellos seguimos la trama de esas formas en que el poder busca neutralizar la potencia indomable de la lectura, esas bibliotecas destruidas o incendiadas, como sucedió con la biblioteca de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Bagdad durante la guerra de Irak, luego reconstruida gracias a una biblioteca participativa del artista Wafaa Bilal. Esta historia pública se entrecruza con dos textos manuscritos: uno sobre la biblioteca que Barrientos deja embalada antes de mudarse de país; otro sobre la biblioteca perdida de alguien a quien amó y murió. Estas anotaciones a mano, con su letra diminuta y amontonada, parecen entradas de diario o cartas nunca enviadas. La materialidad de su caligrafía es un gesto entrañable: nos obliga a leer muy de cerca una historia muy íntima. Desentrañarla es pensar juntos en las razones por la cuales recomponemos las bibliotecas de los muertos y preguntarnos por qué compartir la biblioteca privada es un acto político. De eso escribe también Aleida Pardo, en “Maternar las bibliotecas”. Cuando socializamos nuestros libros estamos cuidando la reproducción de la vida como posibilidad futura, “porque si las bibliotecas se privatizan nos adueñamos de cosas que nos son comunes.”

En momentos en los que se libra una guerra constante por el monopolio de nuestra atención, creo que este proyecto editorial, concebido por Andrea Reed-Leal, en colaboración con La Máquina de Aplausos, defiende una apuesta colectiva y feminista por la lectura, haciendo pública la biblioteca personal*, permiténdonos estar, otra vez, como a mi madre, a solas en compañía.


* Una versión digital de Habitar la biblioteca se liberará para descarga en junio de 2023 aquí.


Nombro a todas sus participantes: Andrea Reed-Leal, Erandi Adame, Fernanda Aránguiz, Javiera Barrientos, Clara Bolívar, Fernanda Escalera Zambrano, Sol Henaro, Gwenhhael Huesca Reyes, Patricia Lagarde, Valeria Mata, Aleida Pardo Hernández, Catalina Pérez, Alejandra R. Bolaños, Sandra Sánchez, Isabel Zapata.

 

Vivian Abenshushan es escritora interdisciplinar. Su práctica, tanto individual como colectiva, explora estrategias micropolíticas que confrontan los procesos del capitalismo contemporáneo y sus estructuras de producción cultural, así como las relaciones entre arte y pedagogía, procesos colaborativos, redes feministas y prácticas experimentales en la escritura. Ha publicado los libros: El clan de los insomnes (Premio Gilberto Owen 2002), Una habitación desordenada y Escritos para desocupados, publicado por la editorial Surplus bajo una licencia copyleft, entre otros. Su libro más reciente, Permanente Obra Negra (Sexto Piso, 2019), es un proyecto de escritura conceptual fundado en la copia, la reescritura y el montaje de citas, que circula como libro, fichero y suajado. Es cofundadora de la cooperativa Tumbona Ediciones y directora de BLA: Espacio de Experimentación Escrita.




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