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  • Geneviève Patte

El arte de la hospitalidad: política y bibliotecas

Geneviève Patte



En 1940, tenía cuatro años. ¿Cómo viví la guerra en Poitiers, ciudad ocupada? Mis recuerdos son vivaces porque sucedían muchas cosas en casa. Yo era la octava de la familia. Mi familia estaba comprometida con la Resistencia desde 1940. Mi hermano mayor fue detenido en julio de 1941, condenado a dos años de cárcel. Mi padre, paleontólogo, enseñaba geología en la Universidad de Poitiers. Entre sus estudiantes había un judío polaco. Lo invitó a vivir con nosotros. “Serás nuestro hijo”. Recuerdo muy bien su presencia. Viendo a la familia reunida para rezar, queda impresionado, como lo dirá más tarde. Mis padres lo ayudan a llegar a Londres y, para evitar que lo detengan, pasa por ser el novio de mi hermana mayor. Así pues, la familia lo acompañará hasta el País Vasco, desde donde partirá hacia la Francia libre.


En junio de 1940, Poitiers se encuentra en el camino del éxodo hacia el sur. Por esa ciudad pasan belgas, holandeses, luxemburgueses. Todas las noches, mis hermanos y hermanas mayores van a la estación para acoger a los que no saben adónde ir. No los conocen, pero los invitan a venir a nuestra casa, por el tiempo que sea necesario. Así, encontrarán un techo, una cama, un hogar para pasar al menos una noche. Tenía cuatro años y recuerdo cómo disfrutaba su presencia. Nos reuníamos todos para el desayuno. Un momento muy feliz. Había que agrandar la mesa, empujarse un poco. Mi madre sentía verdadero placer en servirles, y a mí realmente me gustaba estar entre ellos. Era la alegría de estar juntos.


Geneviève Patte en Bogotá

Todo esto me habita de una forma u otra. No es posible ser indiferente ante la suerte de los migrantes de hoy, esas multitudes inmensas obligadas a abandonar su país con una pequeña maleta por equipaje. Cuando veo las imágenes en la televisión, pienso en ellos y deseo que sean acogidos de alguna manera, como nosotros pudimos hacerlo.


Nos reuníamos todos para el desayuno. Un momento muy feliz. Había que agrandar la mesa, empujarse un poco. Mi madre sentía verdadero placer en servirles, y a mí realmente me gustaba estar entre ellos. Era la alegría de estar juntos.



La casa familiar siempre fue hospitalaria. Después de la guerra, se abrió a estudiantes extranjeros que, por diversas razones, no podían volver a sus países. Uno de ellos tuvo un papel importante en mi vida. Era físico nuclear y había venido a Francia para trabajar con Louis de Broglie, pero no podía volver a China. Venía entonces a pasar todas sus vacaciones en casa. Fue mi hermano mayor y quiso hacerme descubrir París. Era su turno de practicar la hospitalidad. Vivía en un hotel sórdido, cerca de la Iglesia Saint-Séverin y de la pequeña calle Boutebrie. En ese lugar descubrí la biblioteca de L’Heure Joyeuse (“La hora feliz”), que me cambió la vida. Era de noche, estaba en la calle y, a través de las ventanas, veía en un espacio luminoso a unos niños libres, interesados, felices, y a dos adultos disponibles para ocuparse de ellos. Me formé en esa biblioteca, fundada en 1924 por un comité norteamericano de ayuda a las regiones devastadas. Su pedagogía era una verdadera revolución. Los niños eran recibidos de manera personal y por su simple voluntad. Se respetaba su personalidad, sus expectativas, sus curiosidades. Aprendían a vivir juntos. Para muchos, la biblioteca era su segunda casa, una casa hospitalaria en la que daba gusto vivir. Eso fue lo que inspiró la biblioteca de los niños de Clamart, creada en 1965, llamada hoy en día La Pequeña Biblioteca Redonda (La Petite Bibliothèque Ronde).


Encuentro de responsables en torno al anteproyecto de la Petite Bibliothèque Ronde. De izquierda a derecha: Geneviève Patte, Christine Chatain, Annette Schlumberger. // Claude Michaelides

Eso se parece a lo que viví y amé en la New York Public Library, cuando llegué allí en 1961. Por casualidad, trabajaba en el sur de Nueva York, en un barrio pobre, The Bowery, que daba acogida a muchos recién llegados, judíos, puertorriqueños, polacos. La responsable de la Biblioteca Hamilton Fish, Miss Gertrud Finkel, era muy simpática, y me había contado que al llegar a Estados Unidos, la biblioteca pública se había convertido inmediatamente en su casa. Era la acogida lo que ella había apreciado, pero también el hecho de que su cultura fuera reconocida. La elección de los libros era prueba de ello. En cierta medida, eso se parecía mucho a lo que vivían las personas que se quedaban en nuestra casa durante el éxodo. Se les reconocía en su diversidad y sus decires nos interesaban. Me gustó mucho trabajar en ese barrio muy pobre de Nueva York, con esos niños dispuestos a entusiasmarse, cuando una se daba el tiempo de sentarse entre ellos para contarles, como en familia, en total intimidad, una historia que los conmovía. Muchas veces tuve el gusto de hacerlo. De hecho, sospechaba que por diferentes motivos las familias tenían ciertas dificultades para encontrar el tiempo y el deseo de hacerlo. Nos correspondía a nosotros ofrecer esos momentos con gusto. Observaba el entusiasmo de los niños. No paraban de expresarlo de este modo: “What a beauty!”.



Escuchar es lo que realmente me gusta de mi oficio. La cultura de la biblioteca se construye en compañía. Se reconoce a cada uno en su humanidad. Cada quien es escuchado con respeto. Cada quien puede alzar la mirada y participar de forma responsable en la construcción de una sociedad más justa.


Cuando la sección de los niños tenía que cerrar, me seguían allí adonde fuera. Era como el flautista de Hamelin. En ese barrio, me gustaba trabajar hasta tarde por las noches, del lado de los adultos. Les gustaba reunirse allí para leer las noticias del día, pero también para conversar. Era una forma de huir de su soledad. Disfrutaba mucho esos momentos. Tal vez porque era extranjera, me hablaban con facilidad. Sus vidas habían sido muy difíciles, pero notaba que poseían una verdadera cultura. Uno de ellos, por ejemplo, me había ayudado a descubrir y apreciar a Erik Satie y sus Gimnopedias.



Escuchar es lo que realmente me gusta de mi oficio. La cultura de la biblioteca se construye en compañía. Se reconoce a cada uno en su humanidad. Cada quien es escuchado con respeto. Cada quien puede alzar la mirada y participar de forma responsable en la construcción de una sociedad más justa. Eso lo viví en nuestra biblioteca de los suburbios y en otros lugares, donde quiera que los bibliotecarios intentan combatir la exclusión y la segregación. Una biblioteca de favela en La Urbina —en los suburbios de Caracas, Venezuela— fue una gran inspiración para mí. En un lugar con violencia extrema, la biblioteca está como protegida por sus habitantes. No se puede prescindir de una casa como ésta, en la que todas y todos participan están dispuestos a contribuir a una vida mejor en una ciudad de excluidos, de personas rechazadas o despreciadas. Entonces la biblioteca puede abrirse. La hospitalidad es eso.



 

Geneviève Patte (Francia, 1936). Se formó como bibliotecaria en Francia, Munich y Nueva York; se especializó en literatura infantil y ha sido asesora de varios proyectos internacionales de fomento de la lectura. Dirigió durante 35 años la asociación La Joie par les Livres, responsable de la creación de la Revue des Livres pour Enfants, que contribuyó al desarrollo de las bibliotecas para niños y jóvenes en Francia. A solicitud de algunos organismos internacionales, organizó los primeros seminarios internacionales sobre bibliotecas para niños y jóvenes en las regiones en desarrollo (Leipzig, 1981; Caen, 1990; Bangkok, 1999). Ha sido nominada al premio Astrid Lindgren. Ha publicado numerosos libros, entre ellos Déjenlos leer. Los niños y las bibliotecas (2008) y ¿Qué los hace leer así? Los niños, la lectura y las bibliotecas (2011), ambos publicados por en Fondo de Cultura Económica.




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