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Usar las manos

  • José Manuel Velasco
  • 15 ago
  • 9 Min. de lectura

I.


En el fondo, lo que buscábamos era ser menos burgueses, cuenta Yann Benôit en La Comuna, un relato ilustrado por Hervé Tanquerelle que retrata la historia de la comunidad autogestiva que Benôit y un grupo de amigos levantaron junto a un viejo molino de Saffré, en la región de la Loire, en 1972. 


Corrían los años post-sesenta y ocho y lo que muchos jóvenes buscaban era llevar a la práctica lo que hasta ese momento eran solo teorías y discursos abstractos. Los libros estaban muy bien, pero eran insuficientes para operar el cambio que ellos anhelaban: lo crucial, sobre todo, era cambiar de vida, salir del sistema y crear alternativas de supervivencia colectiva. 


Al externar su deseo de ser menos burgueses, Benôit y los suyos comenzaron a caminar en dirección contraria al estatus quo, a alejarse del capitalismo individualista, del olvido de la naturaleza, de la desigualdad y del ritmo alienante de las ciudades. Más adelante, tras darse cuenta de que ellos mismos eran parte del problema, aquella generación acabó por descubrir que, literalmente, la posibilidad de un cambio estaba en sus manos.


Escribo literalmente porque sabemos que uno de los hallazgos de las utopías post-sesentayocheras fue, precisamente, el poder liberador del trabajo manual: descubrir que al limpiar un baño, cultivar un huerto, levantar un muro o esculpir un pedazo de madera, era realmente posible llegar a ser menos burgueses; eso si aceptamos que lo propio del burgués es pagar para que sean otros quienes realicen estas tareas.


El molino Roty en la comuna de Saffré.  Cortesía de Archives Ouest-France.
El molino Roty en la comuna de Saffré. Cortesía de Archives Ouest-France.

II.


Como Yann Benôit y sus amigos, Ceci y yo también buscamos ser menos burgueses. Lo hacemos como podemos, pero sobre todo cayendo, una y otra vez, en enormes contradicciones: comprobando, por ejemplo, que es propio de burgueses querer ser menos burgueses o verificando que la transición hacia una vida simple es más realizable para quienes somos hijos del privilegio. 


Total, que lo que uno acaba por descubrir es que eso de ser menos burgués es mucho más complicado de lo que parece (tal vez imposible); aunque también descubres que esa manía de ser menos burgués importa menos de lo que creías en un inicio, pues (burgués o no burgués) lo decisivo es aquello que haces con lo que tienes entre las manos; o, en primer lugar, si de verdad haces algo con tus manos (limpiar, cultivar, cocinar, reparar,  cuidar, escribir, pintar, etc.), cualquier cosa que te libere a ti y libere a otros de la necesidad de someterse a tareas que tú mismo deberías resolver. 


Escribo deberías porque —supongo— de lo que se trata es de comprender que lo que haces o dejas de hacer con tus manos va aparejado a un discernimiento ético; es decir, a un criterio que te permita distinguir si lo que haces cotidianamente potencia o constriñe la libertad de los demás. Solo así podemos convenir en que existen tareas que, desde el rey hasta el mendigo deben hacer por sí mismos, siendo la primera de ellas limpiarse el trasero. Sin embargo, una de las perversiones de la moral burguesa consiste en asumir que para todo lo demás —como reza el tramposo estribillo de una tarjeta de crédito— resulta legítimo pagar y delegar en otros el cumplimiento de aquellas labores que se consideran indignas o molestas.


Lo anterior explica por qué es tan fácil encontrar millonarios que jamás barren, cocinan, lavan ni se trasladan a pie, pues estas actividades se asocian con “cargas” de las que uno puede liberarse al pagar un precio. Lo que pocas veces se sospecha es que al fijarse esta dinámica, unos y otros resultan perjudicados: los primeros porque no tardan en perder la fe en el poder de sus manos; los segundos porque otros les han cooptado ese poder. Así, los ricos suelen convertirse en dependientes (en inútiles); y el resto vive, en mayor o menor medida, secuestrado por la necesidad de llegar a fin de mes. 


Tal vez esta descripción de la lógica del mercado sea burda y simplista, pero creo que, grosso modo, ofrece un bosquejo general de una de las taras del sistema socioeconómico que hoy impera. Algo parecido señaló Gandhi al esgrimir su defensa del trabajo manual: si los trabajos manuales se relegan a la base de la pirámide social, señaló el Mahatma, rápidamente se impone el espíritu de lucro y la injusticia. Al final la ética se olvida (o simplemente deja de importar), ya que mientras tengas dinero acabarás por acostumbrarte a pagar: a nunca doblar la espalda para recoger lo que cae al piso.


Gandhi junto a la rueca (1946). Fotografía de Margaret Bourke-White.
Gandhi junto a la rueca (1946). Fotografía de Margaret Bourke-White.

III.


Dicho de otro modo: al irse a fundar su comuna, lo que deseaban Yann Benôit y sus amigos era dejar de ser una pandilla de inútiles. E inútil, a mi entender, es aquel que únicamente pretende servirse a sí mismo, aquel que solo es capaz de vivir según sus propios intereses y preocupaciones, aquel que nunca estará dispuesto a ponerse al servicio de algo que vaya más allá de su ego.


En este sentido, habría que reconocer que —a juzgar por lo que se ve y se escucha allá afuera— todos (o casi todos) seguimos siendo más o menos inútiles. Así, antes que ser menos burgueses, se me ocurre que el primer paso (al menos el más urgente) consiste en dejar de ser un inútil, que es lo mismo que dejar de ser un egoísta, un inconsciente, un avorazado o un acaparador. 


Por desgracia no existen instructivos para dejar de ser un inútil y aún más lamentable resulta el hecho de que, en estos tiempos atarantados, los vicios de los inútiles pasan por virtudes y gozan del más alto prestigio. Hoy, por ejemplo, el inútil que especula y se aprovecha del infortunio de otros para acumular riquezas (meras riquezas económicas, por supuesto) —desligado de cualquier escrúpulo ético— suele ser considerado un hombre exitoso. 


Esto, en nuestra cultura, se aplaude como talento, sin detenernos a considerar cómo sirven a su comunidad (o si sirven siquiera) aquellos que ocupan las posiciones más elevadas en la escala social. La tragedia del capitalismo es que quienes están en la cima son —muchas veces— aquellos que más perjudican a la sociedad en su conjunto: banqueros, mineros, narcotraficantes, fabricantes de productos chatarra y comida rápida, vendedores de plástico, especuladores inmobiliarios, fabricantes de armas, creadores de entretenimiento basura, políticos corruptos, etc.  


Si hoy se habla de necrocapitalismo es precisamente porque debajo de la riqueza y la superabundancia de los menos, está la enfermedad, la muerte y el sufrimiento de la mayoría. Por otro lado, hoy sabemos que ese modelo de crecimiento ad infinitum es insostenible y que el pequeño círculo de privilegiados que se beneficia de él es cada vez más reducido; tarde o temprano, los muros que construyen para aislar sus países, sus vecindarios y sus cotos mentales, acabarán por derrumbarse. Por eso, a todos sin excepción (no solo a los burgueses), nos convendría imaginar estrategias para ser menos burgueses; sobre todo porque, al hacerlo, estamos apostando —como Benôit y sus amigos— por un futuro distinto (por un futuro posible, para empezar): uno donde rijan valores como la colaboración, el respeto a la naturaleza, el consumo responsable y la ayuda mutua. 


Necrocapitalismo. Cortesía de wawritto vía Shutterstock.
Necrocapitalismo. Cortesía de wawritto vía Shutterstock.

IV.


Pero lo que quiero contar aquí no es solo lo que Ceci y yo hemos hecho para ser menos burgueses, sino lo que hemos descubierto en ese camino, que no es nada distinto a lo que descubrieron otros burgueses que querían ser menos burgueses como Tolstoi, Edith Stein, Lanza del Vasto, Yann Benôit o Dietrich Bonhoeffer, por mencionar unos cuantos.


Sorprendentemente, lo primero que descubre el burgués que desea ser menos burgués es que tiene manos. Manos burguesas, claro, suaves, rechonchas y blancuzcas, pero manos a fin de cuentas: con cuatro dedos cortesanos, una palma hospitalaria y un pulgar oponible. Pero si el burgués persiste en sus empeños por des-aburguesarse descubrirá que esas manos —con todo lo torpes, holgazanas y mañosas que pueden ser— sirven también para labores nobles como amasar el pan, cultivar un huerto, sanar una herida, preparar un guisado, construir una cabaña o limpiar un baño.


Aparentemente elemental, este descubrimiento es emancipador, ya que funda una relación directa con la materia del mundo (relación que suele romperse cuando son otros los que realizan estas tareas) y nos devuelve una medida de proporción más justa entre el ser humano, su entorno y su comunidad. Esto último fue lo que comprobaron Benôit y los suyos la primera vez que tuvieron que matar a un cerdo para alimentarse (una vez que matas al animal con tus manos, conoces el esfuerzo y el dolor que implica llevarte a la boca un trozo de carne); algo parecido ocurre con el trabajo agrícola y con las labores de limpieza: solo a quien las realiza le es dado conocer la energía que requieren estas tareas, y este conocimiento —como una suerte de recompensa— nos otorga nuestra justa talla y proporción. 


Por esto y por otras tantas razones, los burgueses perdemos el piso, deliramos. Y también por esto y otras razones, Ceci y yo decidimos pasar tres meses sirviendo en la comunidad de El Arca de Saint-Antoine L’Abbaye, en el sur de Francia. Tres meses dedicados a barrer, sembrar, limpiar, cocinar y hacer todo tipo de trabajos manuales. Aunque ninguna de estas actividades era nueva o ajena para nosotros, sí fue la primera vez que estos trabajos tejieron nuestra jornada completa, al menos durante un período. 


Antes de ir conocíamos someramente las ideas de Lanza del Vasto, discípulo de Gandhi y uno de los fundadores de las comunidades de El Arca, quien teorizó y puso en práctica su crítica a la separación entre el trabajo manual y el trabajo intelectual. Lanza, como tantos otros antes que él, sostenía que es urgente una integración de las distintas dimensiones de la existencia, y que el trabajo manual es el vehículo para lograr esta integración. Pero la apuesta de Lanza va más allá: no se queda en la dimensión política y social, sino que apunta a un camino de transformación interior. 


En este proceso, dice Lanza, reconquistar nuestras manos resulta esencial, pues son ellas, misteriosamente, las que nos hermanan y nos abren al otro, a lo otro; son las manos las que piensan, sueñan, enmiendan y amansan a los ejércitos que luchan a muerte en nuestra consciencia. También, son las manos las que nos enseñan a dialogar, pues solo ellas saben reunir y conciliar en sus palmas una multiplicidad de pareceres; mientras se mueven y entrelazan, las manos van captando todo tipo de frecuencias con sus antenas dactilares y acaban por darnos una cátedra de diálogo, extendiéndose para completar nuestras frases o aclarar nuestros entuertos.


Esto último pudimos verificarlo de primera mano —nunca mejor dicho— durante nuestra estancia en El Arca: para generar vínculos entre dos o más personas que piensan distinto no existe mejor aglutinante que el trabajo manual: preparar una sopa, cultivar un huerto, pintar un muro, limpiar una bodega, construir una mesa, etc. Y es que mientras las manos trabajan, las confrontaciones y los prejuicios devienen en diálogo. Al bajar la guardia del intelecto, el filo de nuestras certezas se vuelve romo y enseguida asoman la amistad y el goce de contemplar cómo se transforma la materia. Durante este proceso las fijaciones identitarias se relativizan y pierden fuerza. Quizá nunca se diluyan por completo, pero es seguro que lo decisivo será el lenguaje de las manos: cómo ellas se arreglan con la materia del mundo. 


 Trabajadores. Una arqueología de la era industrial. Fotografía de Sebastião Salgado.
Trabajadores. Una arqueología de la era industrial. Fotografía de Sebastião Salgado.

V.


Aunque hay algo absurdo en preocuparse tanto por ser esto o no ser aquello, no deja de parecerme legítimo eso de querer ser menos burgueses, como en su momento lo plantearon Yann Benôit y sus camaradas comuneros. Pero… ¿Cómo se hace?, ¿Dónde se aprende?, ¿Quién nos enseña a dar el primer paso? Tal vez, antes que cualquier otra cosa, convenga aceptar que muchos somos presa fácil del aburguesamiento, y que el aburguesamiento cuaja cuando uno se acostumbra a ser servido más que a servir; cuando, imperceptiblemente, te quedas a vivir de un solo lado de la cancha: en el lado en donde se pide, se exige, se demanda y se vive a costa del sudor ajeno. 


A este respecto, Simone Weil señaló una deformación axiológica creada por la atmósfera de la sociedad burguesa, la cual —dice Weil— está infectada por la monomanía de la contabilidad, que miente al asegurar que solo posee valor aquello que puede cifrarse en pesos y centavos. Una creencia que sostiene al utilitarismo, promueve la acumulación y el despilfarro, reivindica el confort como bien supremo y justifica incontables degeneraciones. 


Para enmendar esta atrofia, el llamado de Gandhi, Weil, Lanza, Benôit y tantos otros, es a recuperar nuestras manos, a verificar si lo que hacemos o dejamos de hacer con ellas potencia o constriñe la libertad de los demás. Es verdad que las manos también nos sirven para contar, por supuesto, pero fuera de cierto límite las cuentas se desbordan y, como escribió Ezra Pound: con usura ningún hombre tiene casa de buena piedra


En cambio, cuando las manos esculpen, amasan, pintan, acarician, tejen, escriben, cultivan, restauran o encienden un fuego, lo que hacen es jugar y recrearse, ir más allá de lo cuantificable. Y es ahí —en el trabajo con la materia— cuando asoma su remanente angélico. Si acaso es posible eso de ser menos burgueses, será después de hundir las manos en la tierra y mezclarlas con el polvo. Solo entonces vendrán ellas hacia nosotros para sacarnos del fango, para salvarnos, para devolvernos nuestra humanidad.


Cueva de las Manos, Argentina.
Cueva de las Manos, Argentina.

José Manuel Velasco es bibliotecario y gestor cultural. Editó la antología Viajes al país del silencio, editada por Gris Tormenta y ha colaborado en medios como Nexos, Tierra Adentro, la Ciudad de Frente y la revista Chilango.

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andersonfontana
30 sept

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