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José Manuel Velasco

Hierbas extrañas e invasoras

Una de las actividades predilectas de mi papá consiste en deshierbar su jardín. Desde que tengo memoria pasa largos ratos sentado sobre el pasto, quitando tréboles y brotes de “pasto malo”, conocido en algunos lugares como pata de gallina. Mi papá se sirve un vaso de güisqui y sale al jardín armado con sus tijeras de podar, remueve las hojas muertas y junta montoncitos de hierbas invasoras.

A mí me intrigan estas “hierbas invasoras”, que aparecen repentinamente trayendo consigo amenazas de muerte y devastación. Porque si uno las dejara crecer y reproducirse a sus anchas, no pasaría mucho tiempo antes de que estas hierbas se apoderasen de los setos y de las jardineras, alterando la delicada armonía que ha procurado el jardinero con sus cuidados y atenciones.

Tal vez lo que no me gusta sea el adjetivo, invasoras, y la mala fama que se cargan las también llamadas “hierbas malas”, entre las que se cuentan el selenio, el llantén, el cenizo, la acedera, las ortigas y la verdolaga, que en México guisamos con papas y salsa verde, y que es reconocida como la fuente más alta de ácidos grasos Omega-3 en todo el reino vegetal.

Digo esto porque, a diferencia de mi papá, a mí nunca se me ha dado cuidar un recuadro de césped. Hace algunos años sembré semillas de pasto kikuyo (llamado así debido a que esta especie es proveniente de la región Kĩkũyũ, en el África Oriental), pero no pasó mucho tiempo antes de que este muriera plagado y amarillento, cediéndole el espacio a todo tipo de abrojos y hierbas extrañas.

El hecho es que los jardines de revista despiertan mis sospechas. Ese verdor uniforme y disciplinado me remite invariablemente a embajadas, palacios, mansiones, y supongo que esos edenes artificiales requieren grandes cantidades de agua para su mantenimiento, lo cual, en estos tiempos ecocidas, plantea dilemas éticos profundos. ¿Cómo justificar el gasto dispendioso de agua requerido para mantener un jardín ornamental, cuando hay ciudades y comunidades enteras sin una sola gota de agua? Claro que, antes de cargarnos a los jardines, habría que regular los usos de agua de la industria minera y agroalimentaria, por ejemplo.

Sin embargo, me parece que existen casos en los que esta pasión por los pastos alfombrados y perfectos es —cuando menos— cuestionable, si no es que claramente perniciosa y reprobable. Tal es el caso de los campos de golf, que resumen mucho de lo que está podrido en materia de cuidados medioambientales: urbanización desaforada, destrucción de hábitats naturales, pérdida de conectores biológicos, contaminación de mantos acuíferos y una reducción dramática de la biodiversidad. Creo que en este antropoceno voraz, los jardines impolutos del golf son la auténtica hierba invasora, el “pasto malo” que deberíamos de vigilar.

Es curioso ver cómo nuestras ideas de lo que es o debe ser un jardín influyen en la percepción que nos hacemos de las especies o elementos que lo integran. Aceptamos la diversidad siempre y cuando esta no perturbe la imagen mental del paisaje que hemos imaginado. Basta con ampliar el concepto, entender el jardín como metáfora de la vida sobre la tierra, para ver cómo este mismo fenómeno se replica en la especie humana: no queremos ver hierbas invasoras ni especies raras en nuestras estrechas visiones del paraíso.

Esta resistencia a lo distinto, a ese orden caótico, impredecible e indomeñable en donde se manifiesta la plenitud de la vida, expresa —entre otras cosas— nuestro miedo inveterado ante los cambios. Nos agarramos con uñas y dientes al universo conocido, a nuestra pequeña reserva de etiquetas y prejuicios, y con estas navajas podamos los setos de nuestra mente e imaginación.

A contrapelo de las nociones populares, botánicos como el escritor Gilles Clément, han planteado una defensa de las especies invasoras (o vagabundas, como las llama Clément) como el hinojo, la salicaria, el tojo o el plumero de la Pampa, argumentando que estas especies propician el mestizaje planetario.

En respuesta a las ideas de Clément, el biólogo Francis Hallé señala que esta es una visión típica de los países ricos, ya que pasa por alto lo que sucede con las malas hierbas en los trópicos o en países pobres. Cita como ejemplos a la striga asiática, una planta parásita que acaba con las cosechas de maíz y caña de azúcar; al lirio acuático, que ha proliferado en las cuencas de los ríos mermando la vida y haciendo imposible la navegación; y a la cisca o alang alang, que ha acabado con cosechas enteras de yuca, cacahuate y calabaza.

La pregunta es qué hacer con estas plantas: ¿Exterminarlas?, ¿Prenderles fuego y limitar su crecimiento?; o hacer como hace mi papá sentado en su jardín: quitar un poco cada día, evitando así que estas hierbas colonicen sus jardineras.

El debate es complejo y deben resolverlo los expertos en la materia; sin embargo, aprovecho para ensayar un criterio de identificación de las auténticas malas hierbas. Diría que son candidatos para recibir este adjetivo los ejemplares que tienden a imponerse sobre el resto: esos que aseguran su supervivencia acaparando nutrientes y asfixiando a otras especies; los que roban el espacio, chupan toda el agua y no comparten la tierra. Las hierbas egoístas y avorazadas, que destruyen todo a su paso cerrándole el camino a la diversidad.

Por fin vuelvo a los pequeños recuadros de tierra de mi jardín y a los terrenos baldíos aledaños a mi casa, en donde proliferan todo tipo de hierbas singulares. Aunque aún estoy muy lejos de comprenderlas, he comenzado por investigar sus nombres; repetirlos en voz alta basta para sentir cómo me recorren suaves ondas de simpatía: palocote, kalanchoe, higuerilla, diente de león, quelite hediondo, lengua de vaca, quiebraplatos, cinco llagas, chicalote…


Fotografías: José Manuel Velasco


José Manuel Velasco es escritor y profesor de Historia del Arte. Editó la antología de ensayo Viajes al país del silencio (Gris Tormenta) y ha colaborado en medios como Nexos, Tierra Adentro y la Ciudad de Frente.

 

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