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  • Erandi Adame

El libro es un espacio, un vacío, un cuerpo

Erandi Adame

Alrededor de 1924 Paul Válery y André Breton sostuvieron una conversación que sigue siendo recordada. En ella, Válery le decía a Breton que jamás escribiría una novela con la frase “la marquesa salió a las cinco”, pues hacerlo supondría formar parte de aquella literatura “trivial” que empleaba fórmulas y personajes específicamente pensadas para el consumo de las élites burguesas. Válery hacía una crítica a la literatura “vacía”, “de masas”, a aquella que no es lo “suficientemente buena”. Y, sobre todo, hacía una crítica a las y los lectores que la consumían.

Más de 80 años después, Luis Felipe Fabre escribió un texto para acompañar una exposición de Jorge Méndez Blake, cuyo título retomaba esa famosa frase. En él, Fabre resignifica la potencia del vacío y “saca” a la marquesa de aquella trivialidad que le había impuesto Válery para presentarla como un personaje complejo, como una amante del vacío-vacío, de la ausencia, de las bibliotecas vacías:


Ya le dije:

la marquesa salió a las cinco.

No, nada más dejó dicho eso: que no,

que siempre no va a querer el cuadro de Chillida.

Así nada más.

Que les dijera a los de la galería

que pasen a recoger cuanto antes esa mala imitación del vacío,

esa costosísima falsificación del vacío.

Que ella prefiere el vacío- vacío.

[...]

La marquesa dijo que prefiere la biblioteca vacía.

La marquesa dijo: “El vacío es lo máximo”.

No,

la marquesa no se ha convertido al budismo.

No, la marquesa no está.


Desde entonces pienso en ella. En su afición por el vacío, por recuperar su

pared vacía, por mantener su biblioteca vacía, por su “no estar” aun estando. Y en cómo este personaje ronda el universo literario sin ser en realidad parte de un texto ni un libro. Ella y las interacciones de los libros con otros elementos como el espacio, el texto, el cuerpo, las bibliotecas, han ido definiendo mi quehacer editorial.

Aparece un nuevo integrante: el espacio. Para que un espacio se quede vacío,

primero tuvo que haber sido ocupado. Estamos constantemente ocupando y

desocupando espacios. ¿Qué pasa con aquellos espacios-objetos que están

destinados a ocuparse todo el tiempo?, y ¿qué con aquellos que al ocuparse

cobran sentido? Dice Ulises Carrión que “un libro es una secuencia de espacios”.

Un libro es, por sí mismo, un espacio. Ocupa físicamente un espacio, un cuerpo de tinta y papel, pero también un espacio físico en el universo.

Quienes, desde las artes visuales, la poesía, la arquitectura, la gastronomía, e infinitos campos más, se han apropiado de aquel objeto-libro han abierto aún más este campo a un universo de posibilidades infinitas de exploración y apropiación material. Aunque a lo largo de la historia —más allá de las vanguardias de los 70’s y 80’s— podemos encontrar muchos proyectos, artistas y colectivos a los que aludir. Pienso ahora en dos grandes referentes que sacaron los libros de la cultura escrita para apropiarse de los soportes: la Beau Geste Press en Inglaterra, fundada en 1971 por Martha Hellion y Felipe Ehrenberg, que fue una editorial independiente y “comunidad de duplicadores, impresores y artesanos” en la que se trabajaba con ideas, textos, imágenes impresas en offset, mimeógrafos, prensas planas, etcétera. Y Other Books and So., que tuvo Ulises Carrión en Ámsterdam entre 1975 y 1978, un proyecto que buscaba ocupar el espacio como un centro de reunión de artistas y editores.


Me emocionan estos ejemplos porque me permiten pensar el espacio como una posibilidad, una imposición, un recipiente y un ocupante. Considerar el libro como un espacio a ser ocupado para generar sentido y significar, desde su contenido, su forma material, sus procesos de producción.

Que un libro es un cuerpo no es ninguna novedad. Desde el diseño editorial, la

encuadernación o la impresión siempre se ha pensado en “el cuerpo del texto”, el “cuerpo de letra” o “el cuerpo del libro”. Pareciera tan normal que a veces

obviamos lo que implica esta relación entre dos cuerpos —el nuestro y el del libro, uno de carne y hueso, otro de tinta y papel—. Dice Karin Littau que “no sólo los lectores tienen cuerpo, sino que también los libros lo tienen, es decir, que son algo físico, que entablan relaciones fisiológicas con otros cuerpos”.

Desde los estudios en literatura son pocas las voces que se han interesado en este asunto, sin embargo, existen la sociología de los textos, la historia de la

cultura escrita y la teoría literaria feminista, que cuestionan aspectos que damos por sentado y estructuras que creemos inamovibles. Por mencionar algunos, Chartier habla de “la materialidad del texto y la corporeidad del lector”, y McKenzie se interesa en cómo los soportes y las formas tienen consecuencias en la interpretación de las y los lectores.

La experiencia de la lectura sucede en espacios concretos, pero también en espacios subjetivos. Nos ocurre a nosotras, lectoras. Sucede en nuestro espacio-imaginario y en nuestro espacio-cuerpo. De ahí la importancia de reconocer al lector, reconocer que tiene un cuerpo; poner el cuerpo al centro, pensar otras formas de lectura que impliquen a quién lee, cómo lo hace, desde dónde lo hace.


Así como no existe una muerte del libro, sino otra forma de leer, no deberíamos ocuparnos tanto en lamentar la “muerte del lector” sino en encontrar nuevas aproximaciones –urgentes– a la ya caduca idea del lector clásico. La lectura, dice Chartier, es una práctica encarnada en gestos, espacios, hábitos. Aquellos “lectores universales” que planteaba la teoría de la recepción lectora en los 70’s van desapareciendo para decirnos que debemos replantearnos nuestra forma de editar, diseñar, imprimir, producir, teniendo en cuenta a quiénes nos estamos dirigiendo, y sobre todo, que quienes nos leen lo hacen desde su experiencia, historia y cultura particular. Nuevos lectores, afirma McKenzie, crean textos nuevos cuyas nuevas significaciones dependen directamente de sus nuevas formas.

Contrario a esa figura del lector pasivo debemos buscar al lector activo, aquél

cuyo cuerpo se implica en la experiencia de la lectura, que es capaz de intervenir en la producción de significado, que se apropia del objeto libro para sacar de él su propia interpretación, su propia lectura. Pienso en el estudio Reading the Romance: Women, Patriarchy and Popular Literature que realizó Janice Radway en 1984, en el que analizaba cómo las lectoras usan los libros, estudiando un grupo de mujeres que leen novelas sentimentales como una forma de resistencia individual. La marquesa vuelve a aparecer. “Tanto el hecho de leer novelas sentimentales como los propios libros que leen estas mujeres tienen un valor terapéutico porque la lectura alimenta en ellas la esperanza y les proporciona una sensación visceral de bienestar.”


El acto de leer tiene implicaciones muy profundas que en ocasiones pasamos por alto. Desde mi experiencia, primero como lectora y luego como editora, sé que mis preocupaciones sobre el espacio, el vacío y el libro están relacionadas con mi experiencia en el mundo, con mi cuerpo, con mi historia de vida. Que los circuitos por los que se mueve el libro, desde la concepción de la idea hasta que es leído —interpretado, sentido— suceden en espacios concretos y a personas reales. Quienes estamos en el mundo del libro no podemos obviar todas estas relaciones, sino más bien, tratar de evidenciarlas, profundizar en ellas, implicarnos.



 

Erandi Adame edita, imprime y diseña. Desde el 2012, trabaja procesos colectivos de creación, escritura, lectura y autoedición. Coordina TELAR, un proyecto de investigación y experimentación en torno a los libros, cuerpos, espacios y lecturas. Actualmente trabaja en el taller de impresión del Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca. @t.e.l.a.r




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