Casi nunca se toma muy en serio la idea de caminar como un tipo de disidencia. Integrado al paisaje humano bajo la forma de la locomoción más natural, el acto de caminar puede entenderse como una alternativa de esparcimiento, como una variedad de ejercicio aeróbico, como una opción para las distancias cortas o incluso, durante las marchas de protesta, como un medio para expresar inconformidad e indignación. Pero rara vez se advierte que el desplazamiento bípedo, en particular cuando carece de un objetivo, del afán de conducirnos a alguna parte, en las sociedades motorizadas e instrumentales de hoy se ha convertido en un escándalo, en un anacronismo exasperante, una provocación demasiado lenta.
Desde que Thomas de Quincey salió a recorrer las calles de Londres en sentido contrario al de las actividades prácticas y los circuitos del capital, sin otra idea que perderse y seguir caminando; desde que por las mismas fechas William Hazlitt se lanzó a la campiña inglesa con el fin de vagar en consonancia con el paisaje, quedó claro que esa actividad común y milenaria, en apariencia inofensiva, que consiste en poner un pie delante de otro con la perspectiva de pasear sin rumbo, de disfrutar del tiempo y de los alrededores, significaba un desafío a la modernidad, una toma de distancia frente a la figura del hombre ocupado y con prisa, una proclama en movimiento contra los valores imperantes que, una vez que coge vuelo, se vuelve una celebración de la inmanencia y de la atención al presente.
En una pieza de los años noventa, Francis Alÿs pone de manifiesto esa suerte de no intencionalidad del acto de caminar, ese espíritu flotante y a contraflujo que, en su práctica artística, se beneficia del aleteo inesperado de lo zen. En lo poco que se conserva de aquella acción —en su sombra o huella escrita—, vemos una hoja de papel y una lista casi escolar elaborada a máquina. Allí consigna todo lo que deja de hacer y de lo que se sustrae mientras camina; una lista potencialmente infinita en que las comillas crean un efecto amplificado de repetición y continuidad, que invitan al lector a que la complete y haga suya:
MIENTRAS VOY CAMINANDO, NO DECIDO
MIENTRAS VOY CAMINANDO, NO PIERDO
MIENTRAS VOY CAMINANDO, NO HAGO
MIENTRAS VOY CAMINANDO, NO FUMO
“ “ “ , NO ENGAÑO
“ “ “ , NO MIENTO
“ “ “ , NO BEBO
“ “ “ , NO PINTO
MIENTRAS VOY CAMINANDO, NO ME ESCONDO
Y se podría añadir:
MIENTRAS VOY CAMINANDO, NO CONSUMO
MIENTRAS VOY CAMINANDO, NO CONTAMINO
MIENTRAS VOY CAMINANDO, NO LLEGO
Mientras voy caminando, ¿no converso? Se trata de un asunto espinoso, ya planteado por Hazlitt en su ensayo fundacional Salir de paseo, que divide a los caminantes en partidarios de la soledad y en partidarios del clan, en reflexivos o dicharacheros, en continuadores de Rousseau y sus Ensoñaciones del paseante solitario o en nostálgicos de los antitours revoltosos de los dadaístas.
Cuando se camina por caminar, cuando se practica el arte de la desorientación y la deriva —para decirlo en términos de la Internacional Situacionista—, es fácil volverse sospechoso. Al paseante lo acompaña un halo de extranjería y desubicación, cuando no de peligro, y no falta quien se cambie de banqueta cuando lo mira acercarse con paso desobligado. Allí donde impera la prisa y el ajetreo, donde los empujones son la vía aceptada de abrirse camino, el que no tiene a dónde ir y sin embargo recorre las calles, el que no puede llegar tarde pues ningún compromiso lo apremia, representa un desfase y un incordio, merecedor de toda clase de vejaciones y equívocos, cuando no de insultos. Quizá en todas las ciudades se repita un poco la misma impaciencia frente al viandante, pero en la Ciudad de México adopta un cariz de animadversión que, en ocasiones, roza el impulso asesino. Ya Madame Calderón de la Barca, en su libro La vida en México de 1843, observaba el endiosamiento de los carruajes y el desdén y marginación de aquellos que se valían de sus pies, así fuera para ir a la esquina.
Franz Hessel, célebre paseante del Berlín de comienzos del siglo XX y cómplice de Walter Benjamin, lo sabía de sobra: no estar ocupado en algo, no dirigirse a un determinado lugar, sino más bien merodear y dejarse ir, con pasos elásticos y distendidos de felino, no tarda en despertar suspicacias, en identificarse como un comportamiento anómalo, de alguna manera extranjero, comparable no tanto a la desorientación del turista como al fisgoneo del ladrón o el detective. ¿Por qué ese hombre vuelve sobre sus pasos, se asoma a una vecindad y luego vacila entre enfilarse a la izquierda o la derecha? ¿Por qué se diría que persigue a un hombre y luego, sin que nada lo motive, cambia de parecer y empieza a seguir a otro, a imagen y semejanza de aquel Hombre de la Multitud de Edgar Allan Poe del que se diría que es un paria, un hombre desterrado, de no ser porque parece que ha encontrado su lugar en el mundo precisamente dejándose llevar por la corriente bulliciosa?
En una de sus caminatas, Hessel fue detenido por la policía a causa de su comportamiento peculiar e impredecible. Su supuesto delito consistía en comportarse como si no tuviera oficio ni beneficio, y aunque el incidente no pasó a mayores, entiende que para una sociedad reglamentada y que se consagra al trabajo, el ciudadano está en la obligación de tener obligaciones; no se puede salir así como así, para ir a cualquier lado; es necesario que uno sepa a dónde se dirige y vaya a un sitio específico.
El paseante, aquel que concibe la caminata como una práctica estética, es un desertor, al menos mientras se entrega a su arte. No cree en los mapas ni en las direcciones, sólo en el acto supremo de perderse; no lo mueven ni citas ni objetivos, sólo la idea del recorrido. Es un desocupado, un amante del extravío, un equilibrista que se balancea sobre la cuerda floja del verbo “errar”. También, a escala doméstica, es un viajero, un viajero de su propio barrio que pasa tranquilamente por detrás de los monumentos que los turistas se esfuerzan en fotografiar como quien captura un déjà vu. En una sociedad que promueve la prisa, los compromisos y las metas, que ha hecho del atajo un vector de la inteligencia, y de la velocidad y el desenfreno dos señales llamativas del éxito, el paseante confía en la voluptuosidad de los rodeos. Su cifra es la ensoñación, más que la razón instrumental; y la ensoñación, referida al desplazamiento, comporta el lujo, el magnífico regodeo de no querer llegar.
Desde las caminatas intoxicadas de De Quincey hasta las subversivas de Guy Debord, pasando por las escapadas silvestres de Thoreau y las salidas digresivas de Virginia Woolf en busca de un lápiz, la ruta del paseante siempre ha sido a contracorriente. Puede que sea arrastrado por el flujo ambulatorio, por la marea de oficinistas expulsados por los edificios en las horas pico, pero él no va a ningún lugar, simplemente práctica el arte de dejarse ir, ese arte efímero que precisa del azar y las asociaciones. A diferencia de quien recurre a una guía de turistas y sigue un itinerario para conocer los sitios marcados con tres estrellas en las guías, aquello que lo incita no es lo nuevo que está por descubrir, sino el redescubrimiento de lo familiar, la iluminación metafísica de lo siempre visto, las posibilidades poéticas de la vida diaria.
Si hay algo que le sirva de brújula es la convicción de que la ciudad sólo puede pensarse atravesándola. La ciudad se piensa con el cuerpo, con el movimiento de los pies, en el mismo sentido en que los pensamientos, durante el paseo, se vuelven también un medio de locomoción. “No concibo —anota David Le Breton en su libro Caminar: un elogio— otra aproximación a una ciudad que no sea por medio del cuerpo, del azar de las calles y del humor del momento”. Según Michel de Certeau, que escribió sobre los desplazamientos a pie como una clave para acercarse a las dinámicas de lo cotidiano, cada recorrido peripatético podría compararse a una frase y cada desviación a una figura estilística. El paseante escribe y reflexiona con los pies; el laberinto que traza es una forma de escritura ambulante, que se difumina mucho más rápido que los dibujos de tiza sobre las banquetas. Cuando llegue el momento en que sea imposible caminar por la ciudad, cuando la contingencia ambiental sea permanente y las calles terminen por transformarse en una pista de circulación exclusiva para los coches, no sólo será imposible pensarla, criticarla y disfrutarla; también, como en esos barrios hostiles al peatón en que no se ve ni un alma errante por las calles, la ciudad se habrá quedado completa y estremecedoramente muda.
Luigi Amara es escritor, paseante y editor. Su libro más reciente es Dobleces / El quinto postulado (Sexto Piso).
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