El poblado del centro del estado de Nueva York llamado Cooperstown presume en su página web ser “el pueblo más perfecto de los Estados Unidos”. Supuestamente ahí se inventó el beisbol. Ahí se ubica desde 1939 el Salón de la fama del deporte nacional de los Estados Unidos y ahí se escribió una de las novelas de más leídas en Norteamérica durante los siglos XIX y XX: El último mohicano, de James Fenimore Cooper. De hecho, el pueblo debe su nombre (en español: el pueblo de Cooper) a que fue fundado por el padre del novelista, el juez William Cooper. Como todos los lugares de memoria, Cooperstown está plagado de fantasmas.
Una de las historias relegadas durante mucho tiempo al cajón del olvido colectivo es la de la hija del novelista y nieta del fundador: Susan Fenimore Cooper, quien publicó en 1850 Rural Hours, una de las primeras obras naturalistas escritas en los Estados Unidos. Pese a que en una carta privada Charles Darwin afirmó estar encantado con su lectura y consideró el libro magistral, se necesitaría siglo y medio para que su autora fuera verdaderamente reconocida. Su padre, el novelista, dudaba de que Rural Hours tuviera éxito, y aunque lo calificó como “puro, elegante, femenino y encantador”, acertó al afirmar que “el mundo no sabrá qué hacer con esto”.
Para que Rural Hours fuese públicamente valorado, tuvieron que aparecer las miradas críticas del feminismo, del ecologismo y el cuestionamiento de la rigidez formal de los géneros literarios. En 1998, la Universidad de Georgia publicó una nueva edición preparada por Rochelle L. Jonhson y Daniel Patterson, dos académicos especializados en las relaciones entre literatura y medio ambiente, y en 2018 apareció la primera traducción al español con el título Diario Rural, apuntes de una naturalista, realizada por Esther Cruz Santaella.
El libro, como acertadamente apunta la solapa: “aún conserva el olor de la hierba de la Nueva Inglaterra”. En el prólogo, María Sánchez afirma que “nos incluye… nos apela, con una escritura llena de sensibilidad”. Tiene razón: al leer el Diario Rural sentimos esa “hierba”, acompañamos a la autora en sus paseos por los bosques, praderas y lagos que rodean Cooperstown; vivimos su tiempo y su momento, andamos sus senderos.
Polysiphonia violacea | Pilota sericea | Rhodomenia laciniata
Cianotipias de Anna Atkins (1799-1871) | Colección NYPL
La idea del libro es muy sencilla: la autora consigna día a día los cambios del entorno natural en la forma de un diario. Comienza el 4 de marzo de 1848 y culmina el 28 de febrero de 1849. Responde a un credo que reivindica “la belleza y la excelencia de la sencillez”, como afirma la autora. Se estructura a través de sus notas de caminatas, paseos y reflexiones; recorre, como el sol, un ciclo completo en la vida del territorio. A través de sus páginas se ve deshielarse a los bosques y un año después reaparecer a las ráfagas de nieve; a los patos, pájaros carpinteros, tordos, zorzales, chinchones, golondrinas y otras aves volar hacia sur y regresar en los días cálidos; brotar la hierba en las praderas; florecer y marchitarse jacintos, narcisos, tréboles, violetas y lirios; llegar la lluvia, el calor, el frío y la humedad, a los días nublados, a los luminosos y a los nevados. Se aprenden las costumbres de los arces y los pinos, de las moscas y las abejas; se escuchan los tonos de los vientos, se observa a hombres y mujeres afanándose en las labores de campos, jardines y huertos; se respiran las tristezas y alegrías de la Tierra en un momento y en un territorio especifico a través de la mirada y las reflexiones de una mujer. Así como la autora se ocupa en los detalles nimios de un instante —el surgir de la col de mofeta en el suelo cubierto de escarcha—, de un solo trazo, es capaz de hacernos vivir la densidad de siglos: “los modestos montes que nos rodean no son más que las últimas olas de un mar ondulante que se extiende…”
El tiempo del diario es simultáneamente el del instante y el de la eternidad: “¡Qué agradable es ver las mismas flores año tras año”, nos dice en un pasaje luminoso, mientras en otro, sombrío, formidable y profético, llama la atención sobre un ecocidio que apenas se iniciaba:
Solo se necesitan unos cuantos minutos para hacer caer al suelo uno de esos árboles... Pero, ay, ¡cuántos años han de pasar para que uno igual se levante en el mismo sitio!... El fornido brazo tan dispuesto a levantar hoy el hacha se debilitará con la edad, caerá en su tumba, sus huesos y nervios se convertirán en polvo, mucho antes de que otro árbol, alto y grandioso como estos, pueda crecer de la piña que tenemos en la mano… Esta pequeña comunidad misma caerá en decadencia y ruina: las calles quedarán invadidas por arbustos y matojos… el ciervo y el lobo salvaje y el oso, regresaran desde el más allá de los grandes lagos; y los huesos de los hombres salvajes se levantarán y volverán a moverse a la caza, antes de que árboles como estos, con el espíritu del bosque en cada una de sus líneas, puedan levantarse en la misma tierra con la salvaje dignidad en sus formas de esos pinos viejos que ahora miran nuestras casas desde las alturas.
La mujer que escribió estas líneas nació el 17 de abril de 1813 y falleció el 31 de diciembre de 1894. A diferencia de la gran mayoría de sus contemporáneas pudo educarse, estudiar idiomas, dibujo, arte, botánica y zoología; viajar por Europa, donde acompañó a su padre cuando éste fue cónsul en distintos países. Antes del Diario rural, Cooper había fraguado una novela y algunos cuentos para niños, pero su principal actividad fue asistir y servir a su padre como secretaria, bajo cuya sombra no solo vivió durante la existencia del novelista —quién se opuso a aceptar a los pretendientes de su hija, que permanecería soltera toda su vida—, sino principalmente después de su muerte, sucedida en 1851, al año siguiente a la publicación de Diario rural. A partir de entonces, Susan Fenimore Cooper abandona su propia literatura para dedicarse a preservar la memoria y la obra paterna (escribió los prólogos de las nueve novelas de su progenitor) y, aunque la primera escritora ambientalista de los Estados Unidos publicó algunos artículos para revistas como The Atlantic Monthly y The Freeman Journal, y anotó la edición estadounidense de la obra del naturalista inglés John Leonard Knapp, nunca volvió a una literatura como la que mostró en Diario rural.
Se ha comparado Diario rural con Walden o mi vida entre los bosques, de Henry D. Thoreau, que apareció cuatro años después. Se sabe que la obra de Susan Feminore Cooper fue leída por Thoreau y que influyó en la postura del universalmente reconocido como el primer naturalista de América. Pero, mientras el fundador de la desobediencia civil escribe Walden como una reacción a la modernidad y como una crítica a la industrialización y la vida urbana; la de Susan Feminore Cooper es una obra que simplemente celebra el entorno natural. Lamenta el mundo que se pierde… esos bosques que caen a hachazos, pero, como apunta María Sánchez, “no ordena ni dicta”: es un libro “calmo, sereno”.
Sánchez calcula que de haber sido obra de un hombre, Diario rural no hubiera sido confinado a los rincones más oscuros de las bibliotecas durante más de siglo y medio y sería ampliamente reconocido como el primer ensayo sobre la naturaleza escrito en Estados Unidos. Concediendo que el destino del libro estuvo marcado por ser obra de mujer, pienso que solo una mirada diferente a la masculina fue capaz de ver las cosas que vio Susan Fenimore Cooper. Solo una mujer pudo escribir un libro tan fresco y renovador como Diario rural.
Juan Manuel Aurrecoechea es historiador y estudioso de la imagen, la caricatura, la historieta, la fotografía y el cine. Fue becario de la fundación Guggenheim en 2009. Actualmente dirige la catalogación de la colección de historieta mexicana de la Hemeroteca Nacional y es coordinador del sitio web www.pepines.unam.mx
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