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  • Michèle Petit

Cuento de invierno

Era esa extraña época en la que, en la ciudad, se habían cerrado todos los lugares para el disfrute. En la ópera ya nadie cantaba.

En los museos las obras se aburrían, se miraban fijamente como estatuas enfrentadas, añorando el tiempo de los turistas y de los copistas que les resultaban tan familiares. Las entradas de los cafés parecían instalaciones de Doris Salcedo, con montones de sillas dormidas.



Es cierto que estaban los jardines donde, esta vez, se podía caminar sin comprar nada, tan solo para sentir el viento, los árboles, o escuchar los gritos de los pericos. Pero también esos jardines parecían algo apagados. Es que normalmente una especie de polvo de oro los enlazaba con los teatros, con las salas de concierto, con las terrazas de restaurantes, con los otros parques. Ahora, ya no recibían esta lluvia dorada, ya nada los enlazaba con otros espacios.


En las calles, unas guirnaldas intentaban sacar del apuro, hacer como si nada. Detrás de las vitrinas iluminadas, unos guardias endomingados y ningún cliente. Tal vez le daban a la ciudad, aunque fuera, un aire de festejo nocturno, no lo sé, puesto que de noche no salíamos.




El día también estaba cansado, ya no tenía ganas de despertar. Por las calles, sin embargo, iba gente y muchos miraban al suelo, inmersos en sus pensamientos, sus preocupaciones.

Ya no los distraía, deslumbraba, divertía la infinita variedad de los rostros. Y se preguntaban, por la noche, cómo le habían hecho las horas para pasar tan rápido.


Los diarios evocaban ese humor sombrío que se había apoderado de la ciudad, no sólo de sus habitantes, sino de los lugares, de los objetos. Algunos se sorprendían de ello, pues recordaban que, durante el primer confinamiento, había allí a pesar de todo algo surrealista, poético: ese silencio que se escuchaba de las ventanas, inquieto y maravillado, esos cantos que se elevaban desde los balcones, al anochecer, esas danzas que se compartían en las pantallas, acoplando los propios pasos a los de los otros.


Nada quedaba de todo ello. Se hubiese dicho que incluso la espera de un futuro había desaparecido, y las ensoñaciones.


Y un día, mucho más tarde, nos despertamos, nos frotamos los ojos como niños pequeños, miramos a nuestro alrededor. Y volvimos a saber qué hermoso es vivir.




 

Fotografías cortesía de la autora.







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