Transcribir, d.e.l.e.t.r.e.a.r., copiar libros
- Otto Cázares
- hace 1 día
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En un texto del siglo XV titulado Elogio de los amanuenses, el monje alemán Johannes Trithemius refirió que transcribir un texto posibilita su ‘contemplación en profundidad’. Copiar era, en un sentido amplio, consagrarse. Trithemius utilizó la palabra latina craxare para amalgamar en una sola la acción de leer y escribir a un tiempo.
Transcribiendo se lee y se escribe. Pero hay que permanecer alertas porque al copiar puede haber errores de transcripción. Todo amanuense solía equivocarse de cuando en cuando. Inmerso en el detalle, la concentración del copista era tanta, que por un único y garrafal momento podía perder de vista la totalidad.
Sobre las consecuencias del error al copiar pasajes narra el Talmud:
«Rabí Yehuda va a visitar a Ismael. Éste está concentrado copiando un pasaje de la Torá. Hijo mío, ten cuidado con tu trabajo, pues es un trabajo de Dios —le dice— si tú dejas, aunque sólo sea una letra o escribes una letra de más, destruyes el universo».
Mientras se transcribe un texto con toda la concentración, evitar el error es la mejor manera de producirlo. En los scriptoria, laboratorios monacales de transcripción, se sostenía la creencia de que un diablejo de nombre Titivillus rondaba a los escribas. Titivillus —nombre que viene de la palabra titillatio, ‘cosquilla’— estaba ansioso de llenar con mil errores un saco de tela rasa que llevaba a la espalda.
La cosquilla es el horror y la tortura del copista.

La creencia sostenida hasta bien entrado el siglo XIV de que, al morir, la mano de un copista permanecía incorrupta, parece dar buena muestra de la sobrada autopercepción del arte de los amanuenses. Dante dio buena fe de esto cuando envió al miniaturista Oderissi Da Gubbio a la primera Cornisa del Purgatorio para hacerlo reconocer la superioridad de otro miniaturista que lo había sucedido, Francesco Bolognese. Después de aceptar que, en vida, Oderissi sostuvo un vano y «desmedido anhelo de excelencia», para el orgulloso amanuense el castigo es aceptar la mayor grandeza de otro amanuense.
Con frecuencia me rondan, como el estribillo de una canción, los tlacuilos. Tlacuilo significa pintor, pero también significa maestro y más aún, significa sabio. Sabios amanuenses y grandes memoriosos tenían como su diosa a Xochiquetzalli del mismo modo que los amanuenses y pintores occidentales tuvieron a su patrono en San Lucas. En náhuatl se dice in tlalli in tlapalli que significa la tinta negra, los colores. A mí me gusta el hecho de que, entre los tlacuilos, si no estaba pintado no era conocimiento. En este saber especial, la palabra, el ideograma y la imagen son indisolubles.

Color y conocimiento, fundidos. Un cortesano del siglo XVI, Felipe de Guevara, se refirió a los tlacuilos como “dichosos en colores” y el libro XI del Códice Florentino o Historia de las cosas de la Nueva España de Bernardino de Sahagún da buena cuenta de esta dicha porque es un tratado de los hermosísimos colores mexicanos que da placer nombrar, por ejemplo: Nocheztli, es el color de la sangre de tunas, Xochicalli es la pintura de flores amarilla, Chíotl es el dorado blanquecino, Tízatl es el blanco.
Copiar, transcribir textos por amanuenses y tlacuilos. Reconocer con la mano. Letras sí, pero letras dibujadas que han de reconocerse con la mano que sostiene el cálamo, la plumilla, el pincel o la punta del maguey. Fonogramas e ideogramas que han de reconocerse con los cinco dedos.

En una carta de 1800, William Blake escribió:
«Mis dedos emiten chispas de fuego con la expectación de mis labores futuras»
A la manera de un amanuense de la Edad Media, Blake escribía al dictado de sus transportes a renglón seguido, utilizando minúsculas humanísticas con enlaces, redondas, a veces con una inclinación itálica y nexos que hacen parecer a sus letras realizadas de un solo trazo. Con serpentinas para compensar el espacio vacío de un renglón. Denota Blake un profundo conocimiento de la tipografía de Francesco Griffo que utilizó el padre de la edición, Aldo Manuzio.
Blake con sus labores hizo indistinguible leer y contemplar.
Más tarde, el psicoanalista Carl Gustav Jung por las noches se volvía copista y amanuense de su interior. Produjo durante diecisiete años un libro iluminado a la manera de los hermosos manuscritos medievales ilustrados y ornamentados, conocido como Libro Rojo: 189 folios para investigar, dijo, ‘su propio mito’. Su caligrafía requiere paleógrafos, sus miniaturas asemejan vidrieras. Jung se convirtió en un mago de imaginería sin fin, sembrado su interior de animales fabulosos, grutescos, geometrismos, gérmenes o polen de las estéticas psicodélicas o lisérgicas de los años sesenta.

Walter Benjamin fue copista por vocación. Su Libro de los Pasajes es un mosaico de numerosas transcripciones. Pero sobre el acto de copiar o transcribir, Benjamin compuso el siguiente párrafo que yo transcribí en mi cuaderno, palabra por palabra, y que sólo hasta ahora exhumo de mis propias notas:
«La fuerza de la carretera es diferente si la recorremos a pie o la sobrevolamos en aeroplano. También la fuerza de un texto es diferente si lo leemos o bien si lo copiamos. Quien vuela sólo ve cómo la carretera se abre paso a través del paisaje; sólo quien va a pie por la carretera conocerá por ello su poder. El mero lector no llega nunca a conocer las nuevas vistas de interiores que le describe el texto. Por eso, la costumbre china de copiar libros era garantía incomparable para la cultura literaria, y la copia una clave para ir descifrando los enigmas de China».
Otto Cázares
Es artista visual y ensayista. Practica el dibujo, el ensayo, la pintura, la edición, el arte correo, el performance, la radio, el video-arte, la TV, el teatro de marionetas y de sombras, la caricatura y la historia. Es fundador de la Editorial Luxpluslux. Miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte desde 2019, ha sido profesor de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y la Escuela Nacional de Pintura, Escultura y Grabado, La Esmeralda.
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