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Sebastião Salgado se vuelve parte del paisaje

  • José María Espinasa
  • 13 jun
  • 5 Min. de lectura
De Otras Américas, Guatemala, 1978. Fotografía de Sebastião Salgado.
De Otras Américas, Guatemala, 1978. Fotografía de Sebastião Salgado.


Ha muerto uno de los más grandes fotógrafos de la historia. El artista brasileño, nacido en Amores, Minais Gerais, Brasil en 1944, falleció hace unas semanas a los 81 años. El nombre de su lugar de nacimiento, Amores, caracteriza en cierta manera lo que fue su vida: amor por las personas, por la naturaleza, por la creación en todos sus sentidos, la humana y la divina. Fotografiando su entorno, la Amazonia, entendió que la naturaleza es la razón de ser del hombre: al fotografiar a los indígenas o a los trabajadores no los convirtió en paisaje, no los volvió decorativos, sino que volvió a la naturaleza, en cierta manera persona, semejante. 


Cuando hace ya dos siglos nació el arte fotográfico el aparato veía al mundo en blanco y negro, pero no simplificando esa polaridad entre lo bueno y lo malo, sino que el blanco y negro se volvió una plenitud expresiva de matices, de tonos, el blanco y negro —todos los colores o la ausencia de ellos — se transformaron en un “color” esencial. Y así durante muchos años, esa fue la esencia de la fotografía. Salgado que, en su absoluta modernidad es un fotógrafo clásico, hizo una especie de milagro: los paisajes se volvieron rostros y los cuerpos paisajes vivos. No rehuyó, —porque la vio, la reconoció y la denunció— la violencia del mundo y esa mirada fue más allá de la denuncia y el símbolo, la volvió un ícono, y también una esperanza. Por eso hay algo de religioso en sus imágenes: ese lenguaje visual nos transmite el silencio, el silencio de Dios diría tal vez Ingmar Bergman, el cineasta sueco, en las antípodas de la geografía, pero no de la búsqueda expresiva.

Palmeras jauari en el río Jaú, estado de Amazonas, Brasil, 2019. Fotografía de Sebastião Salgado.
Palmeras jauari en el río Jaú, estado de Amazonas, Brasil, 2019. Fotografía de Sebastião Salgado.

            Esa capacidad de retratar al hombre y retratar la intensidad de la selva y el bosque se apoya en la idea —la intuición— de la totalidad que forman, que constituyen, y en la que vivimos. Dependemos de ella para que la vida siga siendo vida. Esa estética de pronto parece mirar el apocalipsis y en medio de él se reconstruye la vida en la esperanza. Tal vez sea eso lo que llevó a que sus imágenes pronto fueran reconocidas en todo su valor, no sólo como testimonios de la violencia, el éxodo y la desolación como amenazas sino como una precisa llamada de atención sobre la necesidad de defender la condición humana y la naturaleza intentado encontrar una armonía justamente en sus violencias y contradicciones: la selva como un cuerpo o, más aún, como una parte de nuestro cuerpo. Hay cosas que parecen fantasía —pienso en los ríos de agua por el cielo— y otros relatos de terror. Mirar —fotografiar— esa crueldad tan presente hoy que nos hace desconfiar de nuestra condición histórica como seres humanos.


La cultura y el arte brasileño suelen estar sacudidos por esa condición de paraíso infernal, de lugar idílico al que el hombre destruye y vuelve inhabitable, de Joao Guimarães Rosa a Rubem Fonseca o de Tarcisia do Amaral a Heitor Villalobos —a ese nivel está Salgado como creador— buscan demostrar que Borges no tenía razón cuando decía, con humor nihilista, que no hay más paraíso que el paraíso perdido. Hay también un paraíso recobrado, creado. Eso hizo Salgado y encontró que el sentido se encuentra presente en la reconstrucción misma. Enfrentó la dificultad de dar testimonio de la violencia e injusticia del mundo, de sus más profundas contradicciones, sin insensibilizar al espectador, sin habituarlo a “la belleza” de la violencia. Tal vez por eso, a través de su fundación Tierra, reforestó hectáreas de bosque amazónico, para ver e imaginar y volver real ese paraíso. La cámara estaba incorporada a su mirada, como los ojos a la mente. Esa puede ser la razón de que su forma de ver consiguiera en esa infinita gama de tonos de gris que maneja una plenitud expresiva.  Ese lugar común de Brasil como el país del color absoluto cobra un sentido distinto en sus fotografías. Esa idea animista en que la fotografía nos roba el alma en su lente se invierte: devuelve el alma a las personas y al paisaje. Por eso los retratados suelen mirar a la cámara, como si fueran conscientes de aquel que los mira —los mirará— del otro lado de la lente, hay en es alteridad de la mirada un umbral, el aparato técnico se transforma en un hoyo de luz, todo lo contrario del hoyo negro de la física moderna, aunque en ambos casos en la palabra hoyo está implícita la del hoy.

Río Cauaburi territorio indígena Yanomami, estado de Amazonas, Brasil, 2018. Fotografía de Sebastião Salgado.
Río Cauaburi territorio indígena Yanomami, estado de Amazonas, Brasil, 2018. Fotografía de Sebastião Salgado.

El fotógrafo crea una estética propia con su manejo de los grises, de sus texturas y contrastes, pero también lo hace con el encuadre. Su mirada es plenamente humana en el sentido de mirar por la lente como se mira a través de los ojos, con plena conciencia de que en la lente se transforma como se transforma en los ojos del retratado. No hay exotismo, aunque sí búsqueda de la otredad. Por eso su visión de la naturaleza es la de un sistema corporal, un comportamiento en que diferentes elementos se conectan, aunque estén separados por el tiempo y el espacio.


            No quiero dejar de mencionar aquí en esta nota de homenaje el trabajo que hizo, gracias a su éxito como fotógrafo, a favor de esa naturaleza: sembró un jardín inmenso. Al mirar las imágenes de ese paisaje nosotros compartimos emocionados esa mirada, sembrar vida, no muerte como suele ocurrir ahora en varios lugares del mundo. Ese gesto altruista es claramente coherente y nos señala un camino en la reflexión sobre el gesto comprometido del fotógrafo, ese clic contemplativo es también una acción. Pongo un ejemplo: en una de sus fotos menos típicas fotografía un grupo de pingüinos y hay algo en ellos de condición expectativa, esperan, y esa espera los personaliza, los humaniza. ¿El fotógrafo espera el instante o va en busca de él? Ambas cosas. El término componer aplicado a los lenguajes artísticos tiene miga: se compone el motor de un coche, pero también se “compone” una pieza musical, un encuadre, de allí la diferencia entre compostura y composición, gestos que funciona bien para crear un jardín. Salgado hace las dos cosas. Uno de sus trabajos mejor logrados es el que lleva por título Génesis. Su sentido es claro: nacimiento, renacimiento. Y desde luego, en todos los sentidos Salgado busca un camino para componer el mundo, repararlo. ¿Recuerdan las iniciativas de Vasco de Quiroga y su hospital de almas?

Colonia de pingüinos en el Monte Miguel, Isla Trinidad, Tierra del Fuego. Fotografía de Sebastião Salgado.
Colonia de pingüinos en el Monte Miguel, Isla Trinidad, Tierra del Fuego. Fotografía de Sebastião Salgado.

Así la idea de un jardín inmenso se corresponde con la de jardín personal. El creador no sólo nos deja un inmenso legado artístico con sus fotografías sino también un ejemplo de trabajo a favor de un mundo distinto.


José María Espinasa es escritor y editor mexicano; sus libros más recientes son Apuntes de un naturalista (poesía) y Para una política del texto (ensayo).

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