“Donde terminan mis derechos comienzan los tuyos”, dice alguien que tiende un alambrado para marcar su propiedad. El árbol que sirve de mojón, se hace el sordo y acoge el alambre, lo integra, lo engulle, y se hiere. Desobedece.
Comprendí cuando era niño, al mirar un guayacán florecido, algo que no había comprendido plenamente:
“Alguien muestra un escándalo en el aire y dice: se llama árbol”.
Pasó el tiempo y me di a los árboles, en el piedemonte de los Farallones de Cali sembré con mi hermano dos mil y más árboles. Lenta es la construcción de un bosque, entre tanto escribí una oración para abonarlos:
Nada más abierto que un árbol,
más dispuesto a que todo lo transite,
al feliz albedrío de la lluvia,
del pájaro,
a que se aloje el nido,
el peregrino en su sombra,
el agua en la savia certeza de su sangre,
dado a la luz, a la noche, al frío,
a la quietud del tiempo,
al rayo, a la tormenta,
a que el fruto se tiña de colores maduros.
En el silencio de su serena majestad
habita un canto.
Con el alambre de púas en el corazón, como una espina invertida, el árbol trasforma lo superficial en pensamiento, la ofensa en manso desdén. Y nos dice:
“El árbol no es semilla, después tallo, tronco flexible, después madera muerta. No es preciso dividirlo para conocerlo. El árbol es esa fuerza que lentamente desposa el cielo”.
El proceso
La fotografía me proporcionó la idea de un límite que es devorado. También el dolor que producen las fronteras impuestas por la propiedad: son como espinas invertidas que se acogen con dolor y terminan siendo parte de quien las interioriza.
El autor
José Zuleta. Escritor con cinco libros de cuentos, cinco de poesía, una novela y un libro de retratos. Trabaja realizando talleres de lectura y escritura a prisioneros de las cárceles de Colombia.
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