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De un país dan fe sus animales

  • Andrés Cota Hiriart
  • 28 nov
  • 7 Min. de lectura
Fragmento de "Castigos del Infierno" o "Residencia del Infierno Número 1", impreso por Ravi Varma Press.
Fragmento de "Castigos del Infierno" o "Residencia del Infierno Número 1", impreso por Ravi Varma Press.

 

«De un país dan fe sus animales. Nuestra actitud hacia ellos. Si la gente se comporta brutalmente con los animales, no hay democracia que pueda ayudarlos, ni nada en absoluto», advierte Olga Tokarczuc, en su inquietante novela policiaco-ecológica Sobre los huesos de los muertos. Líneas que, desde luego, hacen resonancia con aquellas célebres palabras atribuidas a Gandhi: «la grandeza de una nación y su progreso moral pueden ser juzgados por la forma en que se trata a sus animales». Antes de entrar en foco puntual, valdría preguntarnos: ¿qué podemos decir de un planeta en el que, tales aseveraciones, ya no pueden ser reducidas a un carácter local, sino que el grueso de criaturas a nivel mundial, por no decir de paso también las plantas y algunos hongos, comienzan a sufrir estragos severos para sobrevivir a los impactos de la humanidad?


Con lo cual me refiero sobre todo a aquellas entidades de espíritu silvestre, puesto que las especies que nos resultan de algún modo útiles —ya sean de carácter doméstico, alimenticio, de ornato o empresarial— gozan de una bonanza reproductiva sin precedentes. Digamos que, como mínimo, si nos atenemos a la perspectiva de los gatos y los perros, o a la del maíz, trigo y arroz, o a la de cualquier otro grano primordial (los benditos cereales, que no son más que pastos domesticados y modificados a lo largo de los milenios por medio de la selección artificial), ni que decir a la propia de los pollos —que sumando hoy en día, y muy a pesar de todas las crueldades de nuestro gremio hacia los de su tipo, la impresionante cifra de unos treinta mil millones de ejemplares, lo que convierte a dichas aves en los vertebrados terrestres más numeroso de nuestros tiempos—, los presentes son días de verdadero ímpetu poblacional. De igual modo, sucede para el bestiario de hábiles fieras que se las han arreglado para sacar partido a nuestros asentamientos o, si se prefiere, organismos sinantropos: término empleado para referirse a aquellas especies animales o vegetales que, por coincidencia ecológica, se han adaptado para fructificar en ecosistemas urbanos, pensemos en las palomas, las cucarachas, las ratas, los gorriones, el herbario de vegetaciones (llamadas injustamente malas hierbas), etcétera, que acompañan a la supuesta civilización del antropoceno.


Desde luego que eso no implica que el devenir de una buena parte de los especímenes mencionados sea amable, por lo contrario, todos los días en el planeta se sacrifican: 900 mil reses, 1.4 millones de cabras, 1.7 millones de ovejas, 3.8 millones de cerdos, 12 millones de patos, la impresionante cifra de 202 millones de pollos (lo cual equivale a una tasa de 140 mil pollos por minuto) y cientos de millones de peces. No cabe duda de que estamos alcanzado un punto de inflexión, si es que pretendemos evitar nuestra propia catástrofe, simplemente no es posible seguir adelante con tal esquema; porque, a fin de cuentas, nos estamos tropezando con nuestros propios pasos.


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Lo que quiero decir es que, a la par de cuestiones éticas y de fomentar el sufrimiento innecesario a criaturas sintientes, nuestras preferencias alimenticias figuran como uno de los factores que mayor deterioro ambiental generan y que, en buena medida, nos han llevado al atolladero ecológico en el que nos encontramos sumergidos. Sin ir más lejos, estamos en los albores de una sexta extinción masiva en el planeta, con el agravante considerable de que esta vez su origen es antropogénico. O, dicho de otra forma: nosotros somos el asteroide. Lo que ha llevado a que unas 48 mil especies a nivel mundial peligren seriamente con no ver un mañana (comprendiendo dicha cifra principalmente a vertebrados, crustáceos, moluscos y plantas); lo cual representa un tercio de todas las especies evaluadas por la Lista Roja de Especies Amenazadas de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza, y no está de más señalar que, una vez perdidas, no hay vuelta atrás. A lo que habría que agregar que, el cómputo citado, omite a insectos y otros invertebrados, que si los incluyésemos en la lista estaríamos ante un panorama aún más sombrío, con posiblemente decenas, sino es que centenas, de miles de especies adicionales, y que, por si fuera poco, representan la base de los sistemas ecológicos como los conocemos; con solo decir que los insectos figuran como polinizadores del 80% de las plantas con flor y fungen como el eslabón estructural de las redes tróficas. Es decir que, de desaparecer, se generaría un efecto cascada con consecuencias en el resto de la cadena alimenticia a nivel global. Y no se necesita de demasiada imaginación para comprender las implicaciones de un vuelco de circunstancias semejante.


Tomemos a México como caso de estudio para ilustrar el presente. Desde hace un lustro nos consagramos dentro de las primeras cinco posiciones en el infame podio de las naciones con más especies en peligro de extinción; en el último conteo, por ejemplo, compartimos la lista junto a Indonesia, Colombia, Madagascar, Brasil y Estados Unidos. ¿Qué tienen en común todos estos países? En términos de biodiversidad, al menos, que se consideran como regiones megadiversas, o sea que amasan una porción significativa del inventario faunístico global. A la vez, se trata de regiones que registran una extracción de recursos naturales y destrucción del entorno desmedida; en nuestro país, sin ir más allá, la mitad del territorio ha sido arrasada para destinarla a potreros, así es, para colocar cabezas de ganado que, si me apuran, se trata de una especie que no existía por estos lares previo a la conquista. A tal enorme extensión, ahora sumemos que otro 17% de la superficie geográfica que integra nuestro prado se ha destinado al cultivo, buena parte a monocultivos, y que casi 10% corresponde a la industria minera, y entonces no quedará duda de por qué lideramos esa angustiante lista de demarcaciones con más especies en peligro de extinción.


Estamos hablando de que tres cuartas partes del paisaje mesoamericano, con todos y sus habitantes originales, han sido modificadas brutalmente; a lo que después habría que agregar diversas industrias con impactos nada menores, como la textil, la vehicular, la cervecera, la tecnológica, la turística, la del desarrollo inmobiliario implacable y tantas otras más. Visto de esa forma, quizás no sorprenda que hasta el formidable axolotl, probablemente la criatura que se ha inervado de manera más profunda en nuestro imaginario colectivo (tanto a nivel cultural como científico), un antiguo dios mexica, ni más ni menos, una musa literaria y enigma naturalista, que incluso hoy en día sigue figurando como el santo grial de la investigación médica, por no decir que se plasma como moneda de cambio —estampado en el ya icónico billete de cincuenta pesos, convirtiéndose así nuevamente en un dios, el único hegemónico en el antropoceno, es decir el dinero—, esté experimentando serios aprietos para sobrevivir en libertad. A lo que quiero llegar es que, si ni siquiera el anfibio más emblemático de nuestros pantanos, cuenta con posibilidades de poder perdurar a esta era, entonces el resto de la tropa la tiene sentenciada por defecto.


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Pero volviendo a las palabras de Gandhi: «la grandeza de una nación y su progreso moral pueden ser juzgados por la forma en que se trata a sus animales». Me parece pertinente ahora evaluar la frase en relación a nuestros propios congéneres: es decir con respecto al animal humano. Porque si entre personas no somos capaces de tratarnos como iguales, ¿qué pueden esperar el resto de las criaturas con las que compartimos el planeta? Lo que quiero subrayar es que en pleno siglo XXI seguimos sin resolver la cuestión de base, y la vida social de los primates parlantes, de la gran familia humana, continúa siendo una contienda realmente terrible para buena parte de la población mundial. Guerras, exterminios, invasiones, hambrunas, pobreza extrema y la tajante desigualdad iniciada por las colonias y que se refuerza mes tras mes gracias al sistema económico imperante, de corte marcadamente capitalista, que mantienen a una fracción enorme de la humanidad en un estado literalmente miserable.


Insisto, mientras que esto siga siendo la norma, y nos sigamos aniquilando entre nosotros, ya sea de manera flagrante y deliberada, o a cuentagotas, ahorcados por las deudas producto del consumo desmedido, me temo que el resto de los animales no podrán albergar ni la más mínima esperanza de conmiseración; ya no digamos de aprecio. Y no hace falta desplazarnos hasta los extremos actuales de Palestina, Sudan, Ucrania o el Congo, sino a localidades bastante más próximas, como Fresnillo, Uruapan o Los Altos de Chiapas, por mencionar solo algunos de los muchos sitios dónde el día a día en nuestro país retrata una cotidianidad verdaderamente cruenta. Repito, conforme continuemos registrando diez feminicidios por jornada en la nación, o los que sean, no creo que podamos, o estemos en posibilidades inclusive, de atender a lo que acontece más allá de las fronteras de nuestros propios dominios. Resumiendo, si de un país dan fe sus animales, eso comienza por el Homo sapiens.


Ahora que, con todo y eso, habría que preguntarse: ¿hay tiempo de darle la vuelta al barco y comenzar a trazar un futuro más amable? Quiero decir para los nuestros y para el resto de la tropa. Por supuesto que sí. Porque, si bien, múltiples especies confrontan la extinción inminente, todavía quedan muchas otras que podrían ser salvadas, y si algo ha demostrado la historia, eso es que la cultura huma es mutable, y cabe la posibilidad de que logremos cambiar una vez más. Si es que lo conseguimos, quizás en días venideros aquel lema De un país da fe sus animales, podría brindar una sentencia menos severa. A lo mejor, para generaciones venideras, el símbolo del ajolote podría ser el de la conservación y de cómo conseguimos redireccionar el timón, y no el de la aniquilación indiferente que, el anfibio más emblemático de nuestros humedales, ocupa hoy en día.


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Pero eso no sucederá hasta que terminemos de comprender que la violencia y la crueldad contra las demás especies vivas no sólo sustenta una guerra fratricida, sino en buena medida una actividad suicida. Para lo cual resulta primordial que, no solo activistas y científicos pongan manos a la obra, sino que las autoridades y gobiernos se involucren, para crear planes de acción que incluyan preponderantemente a las comunidades; pues, a fin de cuentas, esto es algo que nos atañe a todos, empresas comprendidas, pues, como diría Thoreau: «¿De qué sirve una casa, si no tienes un planeta tolerable donde ponerla?».


Cerremos con una imagen mental, si una habitación de nuestra morada estuviese ardiendo en las llamas, ¿saldríamos corriendo abandonando todo lo demás?  ¿Hijos, mascotas y preciadas pertenencias dejadas a su suerte entre las flamas? Desde luego que no, por supuesto que haríamos todo lo posible por mitigar el incendio. Bueno, pues tal es el escenario que confrontamos hoy en día, solo que a nivel planetario. Sobra decir que, de la acción que decidamos tomar, depende el futuro. 


Andrés Cota Hiriart (CDMX, 1982)

Es zoólogo y escritor. Autor de la novela Cabeza ajena y de los libros de ensayo Faunologías, El ajolote, Fieras familiares y Fieras interiores. Finalista del primer premio de No Ficción de Libros del Asteroide. Dirigió la unidad de conservación de la vida silvestre Vida Fría Reproductores, dedicada a la reproducción de reptiles en cautiverio. Actualmente coordina la Sociedad de Científicos Anónimos, organización dedicada a la divulgación de la ciencia.


 

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