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Bibliotecas: templos laicos para desconectar

  • Carme Fenoll Clarabuch
  • 12 sept
  • 5 Min. de lectura

Actualizado: hace 17 minutos

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Biblioteca James Branch Cabell en el campus Monroe Park de Virginia Commonwealth University. Fotografía de Conrado Tostado.


Vivimos rodeados de estímulos. Vivimos conectados. Trabajamos conectados, descansamos conectados, leemos conectados, dormimos mal por estar demasiado conectados. Y, sin embargo, cada vez somos más los que buscamos un espacio para la pausa, para el silencio, para la atención plena. Para la desconexión. En medio de esta sobredosis de inmediatez, hay un lugar que resiste: la biblioteca.


Ya no trabajo directamente en ellas, pero mi vínculo con el mundo bibliotecario sigue siendo profundo. Me interesa pensar las bibliotecas no solo como equipamientos culturales, sino como espacios simbólicos. Y últimamente, me ronda esta idea: las bibliotecas son nuestros templos laicos de desconexión.


Entrar sin tener que rendir cuentas

En una sociedad que nos exige justificar cada segundo —ser productivos, estar disponibles, comunicar constantemente—, la biblioteca representa lo contrario: un espacio donde se puede estar sin explicar, sin consumir, sin competir. Uno entra en una biblioteca y nadie le pregunta por qué. Nadie le exige rendimiento, ni atención inmediata, ni un perfil digital.


Esto no significa que las bibliotecas estén desconectadas en el sentido técnico. Tienen Wi-Fi, portátiles en préstamo, tablets, catálogos en línea, recursos digitales. Pero sí ofrecen una forma alternativa de estar en el mundo. No son sólo lugares para producir contenido, sino para procesarlo. No para responder de forma automática, sino para pensar de forma pausada.


Por eso, cuando digo que son espacios “sin conexión”, me refiero a otra cosa: a su capacidad para ofrecernos una desconexión consciente. Son lugares que nos invitan a recuperar el ritmo lento, la lectura profunda, la escucha real.


Uno de los espacios de la biblioteca García Márquez en Barcelona. Fotografía de Gianluca Battista publicada en El País.
Uno de los espacios de la biblioteca García Márquez en Barcelona. Fotografía de Gianluca Battista publicada en El País.

Templos laicos del presente

Decir que las bibliotecas son templos laicos no es una exageración romántica. Es una forma de nombrar su potencia simbólica. No hay liturgias ni dogmas, pero sí un respeto compartido, una cierta contención, una forma tranquila de estar juntos. Se va a una biblioteca en busca de algo —conocimiento, consuelo, compañía, concentración—, y se entra con una actitud distinta, más recogida. Hay silencio, pero no vacío; hay normas, pero no rigidez; hay comunidad, aunque no siempre se hable.


Como los antiguos templos, las bibliotecas acogen a quienes buscan algo más grande que lo inmediato. No prometen salvación, pero ofrecen sentido. Y no se exigen creencias previas: basta con entrar.


Espacios de tiempo humano

En la biblioteca el tiempo no corre igual. Allí nadie te interrumpe cada tres minutos. Puedes pasar horas con un libro, una revista o una idea. Puedes estudiar, observar, escribir, compartir miradas sin ruido. A veces basta con sentarse.


He visto a adolescentes hacer los deberes sin presión, a personas mayores conectarse con el mundo a través de la prensa, a estudiantes de arquitectura que descubren poesía sin buscarla. También he visto a quien solo necesitaba una mesa para reordenar su vida, o a quien encontraba en una bibliotecaria la única voz amable del día.


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Sala multisensorial de la Biblioteca García Márquez de Barcelona. Cortesía de la propia biblioteca.


En algunas universidades estadounidenses ya se están habilitando espacios sin conexión (sin Wi-Fi, sin pantallas, sin distracciones) dentro de sus bibliotecas. Son salas pensadas para fomentar la lectura profunda, el estudio intensivo o, simplemente, la concentración sin interrupciones. Esta tendencia responde a una necesidad creciente: recuperar la atención como bien escaso. Y estoy convencida de que veremos cada vez más iniciativas similares en bibliotecas de todo el mundo. No como rechazo a lo digital, sino como un complemento necesario: un recordatorio de que el conocimiento también necesita quietud.


En esa misma línea, se están popularizando los Reading Festivals, eventos en los que decenas o cientos de personas se reúnen simplemente para leer juntas en un espacio público, sin otra consigna que detener el tiempo y compartir el silencio lector. Son celebraciones colectivas de la lectura que recuperan el gesto íntimo de leer como algo digno de ser compartido. Este tipo de prácticas nos recuerdan que, frente al exceso de estímulos, necesitamos más que nunca espacios y momentos de desconexión elegida. También están surgiendo

espacios bibliotecarios que promueven el “slow thinking” o pensamiento lento, como talleres de escritura a mano o proyectos de lectura compartida en voz alta. Estas actividades no solo fomentan la concentración y la escucha atenta, sino que recuperan el placer de leer y dialogar sin mediaciones. La biblioteca no es solo un refugio, sino también un lugar de creación pausada, de conversación con sentido, de recuperación del vínculo comunitario.


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Lo que sucede en una biblioteca no siempre se mide. Pero transforma.


Ni neutral ni nostálgica

Las bibliotecas no son neutrales. Están del lado de los derechos, del acceso, de la comunidad. Su gratuidad es política. Su apertura horaria es política. Su atención no jerárquica también lo es. Defenderlas es defender una idea concreta de sociedad.

Y no, no son reliquias de otro tiempo. Son más necesarias que nunca. En un mundo donde escasean los espacios públicos no vinculados al consumo, donde la atención está fragmentada y el conocimiento está atrapado en algoritmos, las bibliotecas representan una posibilidad radical: la de aprender sin miedo, sin prisa y sin coste. La de relacionarse sin pantallas de por medio.


Arquitecturas del cuidado

No es casualidad que algunas de las bibliotecas más admiradas del mundo sean también ejemplos de arquitectura hospitalaria. Luz natural, materiales que invitan al recogimiento, espacios silenciosos que no incomodan. Todo está pensado para facilitar una experiencia diferente: la del cuidado.


Una buena biblioteca no grita, pero su mensaje es claro: aquí puedes pensar con calma. Puedes ser sin prisa. Puedes descubrir sin presión.

Y eso, en los tiempos que corren, es casi un acto revolucionario.


Biblioteca de las oficinas centrales de Open AI, diseñadas por el despacho SkB Architects,  Fotografía de Christie Hemm Klok, publicada en el NY Times.
Biblioteca de las oficinas centrales de Open AI, diseñadas por el despacho SkB Architects, Fotografía de Christie Hemm Klok, publicada en el NY Times.

Una infraestructura de lo posible

Hoy necesitamos más que nunca infraestructuras que sostengan lo común. Que promuevan la lectura, sí, pero también la conversación, el pensamiento crítico, el bienestar emocional. Bibliotecas que no solo respondan a lo digital, sino que acompañen a las personas en su complejidad.


La metáfora del “templo laico” no es solo una figura poética. Tiene fuerza comunicativa. Sirve para resignificar las bibliotecas ante públicos que quizá las consideran espacios pasados de moda o meramente funcionales. Hablar de templos laicos permite destacar su dimensión ética, su acogida incondicional, su papel como refugio mental y emocional. Y en términos de relato institucional o de posicionamiento cultural, puede ser una herramienta útil para defender su vigencia en debates públicos, campañas de apoyo o discursos de política cultural. En un mundo que busca sentido, las bibliotecas lo ofrecen sin imposiciones.


No se trata de idealizarlas, sino de comprender su singularidad. De reconocerlas como laboratorios de convivencia y como espacios de cuidado mutuo. Porque si algo necesitamos en este presente acelerado no son más conexiones automáticas, sino más vínculos intencionales.

Y en ese sentido, las bibliotecas siguen siendo imprescindibles.


 

Carme Fenoll

Es bibliotecaria. Fue jefa del Servicio de Bibliotecas del Departament de Cultura de la Generalitat de Catalunya. En la actualidad es directora del área de Políticas Sociales y Comunidad de la Universitat Politècnica de Catalunya.

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