José Manuel Velasco

29 de abr de 20223 min.

Nostalgia del encierro

Dos años después del estallido del Covid hay quienes sentimos una cierta nostalgia del encierro. Desde luego que no quisiéramos volver a aquellos meses de caos, angustia y enfermedad; ¿quién en su sano juicio desearía seguir viviendo en la incertidumbre, escuchando a diario cifras de contagios y defunciones? Más bien se trata de un sentimiento vago e intermitente, una forma fugaz de la tristeza que asalta cuando uno repasa las noticias o vuelve a casa con las bolsas del supermercado. Quizá sea una sensación de fracaso: la sospecha de que las cosas siguen igual y de que —como especie— muy poco o casi nada hemos aprendido tras dos años de pandemia.

Rápidamente volvieron las calles llenas de automóviles y las carreteras obstruidas, los centros comerciales repletos de compradores desesperados, el ruido y el apetito desmedido de escándalos y distracciones. Y como telón de fondo a esta rutina desquiciada están los feminicidios, la guerra, el circo de la necedad política y la catástrofe ecológica. No es extraño que, ante este panorama, se antoje la implantación inmediata de una segunda cuarentena (esta vez más rígida y severa), como si la humanidad entera fuese un adolescente malcriado e insolente al que hay que mandar encerrar a su habitación.

Desde un punto de vista evolutivo, la pandemia fue (y sigue siendo) una oportunidad para replantear, cuestionar y cambiar nuestras formas de vida. El Covid trajo consigo —como ha dicho el escritor y sacerdote Pablo D’Ors— un mensaje ético (no podemos seguir viviendo como hemos vivido siempre); y un mensaje místico (todos estamos interconectados: lo que sucede en un mercado húmedo de China o en las selvas del Río Amazonas afecta, tarde o temprano, a todos los habitantes del planeta). Pero a juzgar por la velocidad con la que retomamos los hábitos y el avorazamiento de la vieja “normalidad”, pareciera que hemos desoído estos mensajes. Son pocas las señales de que la pandemia nos haya vuelto más conscientes; y aunque también abundan historias de transformación y despertar, tengo la impresión de que —colectivamente— carecemos de horizonte.

La añoranza de la que hablo es por los ritmos pausados que impuso la cuarentena; por las calles vacías, los tiempos dilatados y el llamado general a atender lo más esencial: dormir, cocinar, limpiar y convivir con uno mismo. Durante meses se suspendieron los ánimos de emprender proyectos, salir de viaje o batir récords de cualquier tipo; inversamente, el aire que respiramos durante aquel período invitaba a callar y a interiorizar, a revisar nuestros relatos civilizatorios y a permanecer en el asombro y la perplejidad.

Esa etapa, que en una parte del planeta parece haber terminado, fue una oportunidad histórica para mirarnos al espejo y reconocernos. Inquieta suponer que el trauma de la muerte, la enfermedad y el encierro no tuvo grandes efectos en nuestro modo de habitar el mundo, y que toda esa labia de consideraciones filosóficas e intenciones de cambio (con las que durante meses nos llenamos la boca) se estancaron en su propia retórica.

Escribo esto y me descubro —igual que otros miles de opinadores— repitiendo las mismas quejas y los mismos argumentos, atrapado en una espiral entrópica de escepticismo y desencanto. Un pesimismo que daña y orilla al cinismo, a la indolencia y al abatimiento. Entonces recuerdo a quienes hicieron de la pandemia una ocasión para sembrar huertos en azoteas, hacer ejercicio, pintar, reencontrarse con viejos amigos, cuidar sus plantas, compartir la cocina o meditar. Y caigo en cuenta de que esta nostalgia, más que por el encierro, es por una serie de milagros discretos que ocurrieron en esa temporada. El silencio, la soledad y la lentitud dieron sus frutos y hubo días en los que fuimos capaces recuperar la estatura humana.

Sea como sea, cualquier añoranza reniega del presente; si comparto este sentimiento no es para esparcir lamentos, sino para rastrear en la memoria los pequeños gestos que restauraron el entusiasmo y la esperanza. Creo que estos detalles y estos gestos fueron las semillas que sembramos en medio de un tiempo de oscuridad y recogimiento. Dos años más tarde, aquí y allá han germinado algunas plantas diminutas que ya dan signos de fuerza y resistencia. Ahora está en nuestras manos atender la tierra, cuidar los brotes y regarlos de agua; porque ante nosotros se abre una sola disyuntiva: sobrevivir en el laberinto de alienación y voracidad consumista; o sanar y reverdecer, volver —poco a poco— a conectar con lo esencial, a contemplar cómo el mundo y la vida se transforman: solo así, sin prisa y en calma, volveremos al Edén.

La Espera I

Lápiz sobre papel , 20 x 25 cm

Rafael Rodríguez


José Manuel Velasco es bibliotecario y gestor cultural. Editó la antología de ensayo Viajes al país del silencio (Gris Tormenta) y ha colaborado en medios como Nexos, Tierra Adentro y la Ciudad de Frente.

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