El jardín de Doña Ernestina
- Jardín Lac
- 21 feb
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Cuando se dice que queremos una ciudad verde significa que se desea un aire limpio, unas calles arboladas, plazas con jardineras, cielo azul… El deseo nace de una sensación particularmente propia del habitante de la Ciudad de México: nuestra urbe es gris. Ya no es aquella región más transparente que escritores como Alfonso Reyes y Carlos Fuentes han mencionado en sus libros. Sin embargo, el que viaja en los funiculares o en el cablebús, el que mira desde las partes altas de la ciudad observa un panorama tachonado de puntos verdes. No sólo me refiero al Bosque de Chapultepec, al de Aragón o al de Tlalpan, pulmones de la urbe, me refiero a iniciativas personales: una jardinera en la ventana, una azotea verde o un pequeño huerto en pleno Centro Histórico.
Muy cerca de El Colegio de las Vizcaínas, en la calle Echeveste, entre Aldaco y Simón Bolívar, y en esquina con José María Jiménez hay un ejemplo muy hermoso. Sembrar es una apuesta por esa ciudad verde que todos queremos. Un geranio, una bromelia, un pequeño cactus que con su presencia nos recuerda que hasta en el desierto surge el verde de la vida. En esa calle, en medio de una intensa vida comercial, entre talleres de sonido o computación, la señora Ernestina ha creado un oasis, jardín urbano.

Se trata de un jardín disponible, hospitalario. Recibe la mirada atenta de quien pasa y se detiene, de quienes se posan y polinizan. Es un bastión colorido, magnífico y sin pretensiones. Un ejemplo de la vida circular de las cosas o, como diría Ahmed, del uso queer de las cosas: lo que ahora son macetas que sostienen la vida diversa en medio del callejón, antes fueron baldes de pintura o tinacos para remojar la ropa. Es un lugar complejo, por su heterogeneidad, alberga alimentos para el diario vivir así como plantas monumentales por su ornamentalidad y aquellas que curan en medio de las rutinas citadinas que enferman los cuerpos y los llenan de afectos tristes.
Una maceta con un rosal es también un poema. Así que si sales del metro en Isabel La Católica y caminas al oeste, das vuelta hacia el norte en la calle de Bolívar pronto te encontrarás con la calle de Echeveste y allí a unos cuantos metros detente un momento a mirar ese jardín. Sin decirlo, tal vez sin pensarlo, sentirás que una paz inesperada te invade y luego seguirás de largo pero esa paz se irá contigo.
Cada tanto florecen girasoles, cuyo suelo es preparado con todo el cuidado que merece un lugar que se dispone a ser condición de posibilidad para la existencia; para la exigencia que implica vivir en una ciudad abrumada por el smog, en donde la promesa del cielo azul es distante y displicente. Diríamos que, allí donde nos robaron el cielo azul y estrellado, nace, crece, se reproduce y muere constantemente un jardín.

La señora Ernestina, la creadora de este jardín, vive hace cincuenta años en la casa y platica orgullosa de lo que siembra, nos habla de sus malvones rosas y rojos, de la ruda y el epazote y de sus poderes curativos, de los nopales ―”cuando están algunos tiernos los corto, los limpio y los guiso”― y eso la lleva a mostrarnos los chiles rojos y verdes, los manzano, con los que prepara salsa. La manera de llamar a sus plantas provoca entusiasmo: los teléfonos, las rosas ―”cuesta que se den, hay que cuidarlas mucho”―, nos muestra también la Barba de Carranza, “que no da flor pero me gusta mucho”. Y agrega con orgullo que ella los cuida, pero su esposo le trae semillas y por la tarde las riega.
Da consejos: mezclar tierra negra con tierra de hoja y agregarle cáscara de huevo molida, y dependiendo de la planta: “que no le de mucho sol”. Y nos señala una piña: “parece que se está dando”. Los vecinos que caminan por la calle la saludan. Me ve tocar la sábila y me dice que es muy buena para las heridas y que si necesito un poco no dude en pedírsela. Señala otra y menciona que es palo de Brasil ¿Qué diversidad ―pensamos― en un par de metros? En una maceta hay un tronco de unos 30 cm de grueso y se lamenta de que allí tenía un árbol que se desgajó con el temblor de 2017, pero que parece que está retoñando. En efecto: las plantas son resilientes, por eso representan, como un callejón cercano, la esperanza.
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